Clap. Clap. Clap.
No hay que esperar casi nada para escuchar los aplausos. Clap. Clap. Clap. Son tres seguidos, cortos, contundentes. El público demanda acción. Es el ruido-castigo que golpea en las eñtrañas del torero: su obra no tiene inspiración. Es un sonido que se mezcla entre la respiración profunda y pesada del toro. El toro que ve ahí, a unos metros, el manto rojo. El color que le despierta los impulsos más básicos. El color por el que su cabeza está programada desde que nació. Atacar. Correr. Impactar esa visión.
Pero sus heridas no lo dejan ver. Chorrea sangre. Sus agujeros le roban sentidos. Gime. El quejido rebota en las paredes de la Plaza de las Ventas, en Madrid, y choca en la cara de más de 25 mil personas indistintas a ese inicio de despedida. A esa agonía tan indefensa, tan valiente.
Clap. Clap. Clap.
En el medio de un círculo arenoso gigante, el hombre sabe que no hay tiempo para más. Se acerca a un costado. Cambia su espada de madera por la daga que daña. Se prepara para terminar la vida del toro. Su desastre solo puede ser salvado por una muerte rápida, práctica y prolija. Un golpe profundo, justo en la parte de arriba del lomo, más bien cerca de la cabeza. El filo precisa penetrar todo el cuerpo.
Solo el mango debe quedar en la superficie. Es su única manera de poner fin a la música de sus pesadillas. Clap. Clap. Clap.
Ahí, cuando levanta el brazo y apunta con la espada hacia el toro, es el único momento en el que se produce un silencio absoluto. Es el sonido de la muerte.
Clap. Clap. Clap.
El toro, valiente, se bambolea por la pista sin sentido. Resiste. Tiene clavada una espada a lo ancho de su inmenso cuerpo. Tiene agujeros provocados por lanzas y dagas. Heridas que le fueron sacando fuerza. Golpes que lo expusieron a una lucha desigual. Si llegara a quedar vivo, recibirá un último cuchillazo, justo entre medio de los ojos.
El escenario cambia. Ahora, el torero recibe algunos aplausos. El toro, en cambio, es atado a una cuerda y, guiado por un hombre, sacado por tres caballos. Mientras se arrastra, con la cabeza que se va dando golpes ante el terreno desigual, deja una mancha interminable de sangre. Un mar rojo que se mezcla con la arena gruesa. Genera surcos, pequeños caminos que luego serán tapados, señal de su pesadez, de su grandeza. Y, en ese momento, llega el momento de su adiós definitivo. El público, furioso con su espectáculo, lo silba. Lo rechaza por ‘mal toro’. Lo despide con bronca. Porque no tuvo la agresividad que se necesitaba. Porque se cansó demasiado rápido. Porque no supo desafiar al torero. Porque no regaló una jornada épica. El adiós más cruel.
Clap. Clap. Clap.
Se supone que las ventas de toros de Madrid es la más exigente del mundo. El público, conocedor, no tiene paciencia. Hay una idea de elitismo en cada gesto que se siente como una sobreactuación. Como una pretensión vacía. Desde las parejas mayores que lucen su mejor ropa y nunca reaccionarán ante nada. Desde los obsesivos aplaudidores del ‘clap, clap, clap’. Desde el andar de los toreros. Desde los que se van antes de que termine el espectáculo. Desde los que gritan ‘viva España’ cada dos por tres.
Afuera, Madrid es una ciudad de gente educada que maneja con cuidado y deja pasar a los peatones en cada esquina. Un lugar en el que todos tiran la basura al tacho y juntan la caca de sus perros. Una ciudad grande que casi no se ve colapsada. Una ciudad con un transporte público de primera. Una ciudad sin pobres en la calle ni ladrones a la espera. Adentro, los señores de traje costosos, que fuman puros sin parar, exigen lo suyo. Las señoras de zapatos con aguja reclaman impacientes lo que fueron a buscar: sangre, muerte y arte.
Clap. Clap. Clap.
En puntas de pie. Con el cuello erguido. Los músculos, tensos. Los movimientos, lentos, elegantes. El torero lo sabe todo. Cuándo parar. En qué momento esperar la ovación. Hasta qué vestir. Cubiertos de lentejuelas de colores, las luces del sol los acarician. Y brillan. “Es que parece un árbol de Navidad”, dice uno en la platea. Los gestos son exagerados.
La gracia es una necesidad. Hasta hay un toque sensual en la forma en la que se mueve. Como si no estuviera preocupado. Como si lo importante fuera la estética. Como si lo bello no le tuviera miedo a la muerte. Como si su arte estuviera por encima de todo. Adentro, son semi dioses respetados, ovacionados. Afuera, podrían ser ignorados en la mayoría de las calles.
Se enfrentan al toro con un tono habitual que asusta. Cara a cara. Arrodillados. Dispuestos a que el lomo del animal los roce. Listos para sentir su aliento. Preparados para darle vueltas y tenerlo ahí, bien cerca. Es un hombre que arriesga su vida. Es un toro programado a clavar los cuernos al que se ponga por delante.
Hay momentos de tensión. Secuencias en las que el toro queda cerca de enganchar a su rival. Y la reacción del público es de alarma, de sorpresa. Pero también de excitación. De adrenalina. Es parte de lo que fueron a ver. Sentir el peligro -controlado- de que un toro puede matar a un hombre delante de sus ojos.
Clap. Clap. Clap.
El toro siempre pierde porque el hombre no está dispuesto a ceder. El torero impone sus reglas. Primero, un hombre subido a un caballo penetrará algunas lanzas hasta lo profundo. Removerá el arma hacia un lado y otro del cuerpo del animal.
Después, se le clavarán al menos seis espadas en el lomo. El toro llega a la disputa desangrado, mareado. Es una traición que le quita cualquier tipo de nobleza al acto. Es una crueldad que vuelve a esa idea de elitismo, de imposición: quien arma esto no pretende un duelo, solo quiere humillación y muerte. No hay casi nada real en esa relación. Es una estafa.
Lo más justo sería que murieran tantos toreros como toros. Ahí sí sería un espectáculo noble. Pero el hombre, la especie superior, acomoda todo para plantarse por encima de otro animal. Impone un show. Un negocio. Establece las reglas de un juego algo fingido.
El toro termina siendo esa justificación de la incivilización. La barbarie tiene lugar en ese estadio circular cubierto de ladrillos impecables y grandes escalones de cemento. La gente va en busca de lo que no se puede encontrar en la sociedad de hoy. La vida, ahí, tiene suspenso, no está tan planificada ni es regular. Es imprevisible. No importa que sea un acto traicionero. No importa lo que pase con el toro. Son adictos a la acción, huelen sangre, buscan drama. Y, si no lo consiguen lo suficientemente rápido, llegará el reto del niño mimado que pretende tener todo servido en bandeja.
Clap. Clap. Clap.