Una señora interrumpe el camino de un joven hacia el baño. Lo escuchó hablar con otro mientras bajaba las escaleras sobre el final de la película. Y ella, de unos 65 años, rubia, con mucho maquillaje encima, parece estar sola. Y necesita descargarse. “¿Para vos tenía algo que ver ese final o no? Porque te escuché que estabas hablando con el otro muchacho”, dice…”No, yo creo que no. Es como un segundo episodio que no tiene que ver, pero no estoy seguro”, le responde. “Claro, me parece que es así”.
Una joven cineasta reparte tarjetas de su corto. Los fines de semana, colas y colas. Gente que hace filas mientras elige qué va a ver. Asistentes que gritan cuáles son las películas agotadas. Gente que se adapta a lo que haya. Aplausos sobre el final de las funciones. Ganas de quedarse en los asientos hasta el cierre de los títulos. Directores que dan vueltas por el cine, dispuestos a discutir lo que sea y con quien sea.
El Bafici, devaluado y algo extraño este 2019, sigue siendo el evento cultural de Buenos Aires más lindo y extraordinario del año. Disculpen, pero no hay nada como esto en esta ciudad.
Winter Flies, Olmo Omerzu (2018). Hay que tener cierto ojo, alguna sensibilidad, para retratar el mundo infantil-adolescente. Es muy fácil pasarse de la línea, dejar de remitir a la ternura y la espontaneidad. Y, claro, es difícil transmitir empatía con ese mundo porque, en general, los directores que la hacen pasaron esa barrera hace un rato.
Por eso, cuando alguna historia que remite a esa edad sensibiliza, se valora.
Winter Flies, checa, algo atrevida, al límite del offside, carga con una deshinibición genial. Es la historia de un viaje de dos ¿amigos? completamente perdidos, que hacen lo que pueden para mantenerse. Disparando balas de goma a autos o robando cosas por ahí. Pura energía. Hermosa aventura.
A Ilha de Moraes, Paulo Rocha (1984). Debo decir que me metí en la función equivocada. Quería ver algo de la retrospectiva de Rocha en el Bafici, pero justo enganché un documental que tiene mucho que ver con una anterior obra del autor (A Ilha dos Amores). En este documental, Rocha deambula por Japón para descubrir el alma de Moraes, un portugués que se enamoró del país asiático y pasó los últimos años de su vida ahí. Una historia como la de él. El director va hablando con diferentes personajes que conocieron a Moraes. Hay algunas anécdotas divertidas y cierta mirada atractiva a la cultura japonesa. Pero no mucho más.
Habaneros, Julien Temple (2017)
Lo que me gustó:
-Se nota que el director recorrió las calles, se movió y armó la película sobre muchos años de filmación.
-Tiene momentos hermosos porque los cubanos son hermosos.
-Encuentra algunas joyas de archivo (hay una ‘pelea’ entre pro revolución y disidentes inolvidable).
No me gustó:
-Toda la primera parte, antes de la Revolución, tiene un compendio de imágenes demasiado forzadas. Usa secuencias de guerra o de la época de la esclavitud que no tienen nada que ver.
-Le mete demasiados recursos-detalles-caprichos al relato (entre animaciones, planos raros y música). Es un recurso que le quita intensidad a la historia.
-No se decide a profundizar la historia de ninguno de los personajes. No se sumerge en la vida de algunos cubanos para contar desde ahí la historia de Cuba. Todo queda un poco a la mitad.
Claudia, Sebastián de Caro (2019) ¿El cine argentino tiene un problema con las comedias? El año pasado había sido Las Vegas, de Villegas. Ahora, Claudia, de Sebastián de Caro. Son películas que parecen amateurs. Empezando por cosas básicas, como los diálogos: le faltan al menos tres o cuatro manos más de edición. A los personajes de Claudia (como a los de Las Vegas) se los escucha tan superficiales y poco espontáneos que no se los puede tomar en serio…pero tampoco en broma.
De Caro es tan amante del cine que no parece elegir entre cuál de todas las referencias va a terminar de abrazar. Hay una mezcla extraña de diferentes películas.
La historia va de un lado a otro sin instalarse en un género ni un ritmo. El final….bueno, el final es sacarse la pelota de encima y reventarla a la tribuna.
Después de la función, el director se quedó a contestar algunas preguntas y, la verdad, es un tipo que evidentemente sabe contar historias, ser divertido y tener carisma (a diferencia de Villegas, que ni eso). Pero también está claro que no es lo mismo ser un buen orador que un buen director.
Gloria Bell, Sebastián Lelio (2018). Separada, con hijos mayores que siguieron su vida y, aunque no la apartaron del camino, continúan su ruta. En un trabajo malo. Sola.
Gloria necesita bailar.
Para sacarse los problemas de encima. Para liberarse. Para sentir que con un martini y algunos pasos se puede estar un poco mejor. Para sentir el cansancio al otro día, de las piernas desgastadas por el movimiento. Para ver si, en algún momento, cruza la mirada con alguien atractivo.
Ojo porque Sebastián Lelio es cosa seria. En Una mujer fantástica ganó el reconocimiento del mundo y ahora hace sus propias remakes (este misma historia la hizo en Chile unos años atrás) para el público estadounidense. Tiene en su mirada un toque de calidad bastante particular.
Le imprime algo diferente a casi todos sus planos pero sin perder intensidad en la historia. Julianne Moore es todo. En este papel arriesga y se exhibe como una actriz superior. Triste, divertida y, principalmente, verdadera.
La vida es la mayoría de las veces mala para Gloria, como para (casi) todos. Pero,a la larga, (casi) todo se puede tapar con un buen baile.
Juan Sebastián, Diego Levy (2019). Un perfil. ¿Cómo hacerlo? ¿De qué manera retratar a un personaje? ¿Cuáles pueden las herramientas y los recursos? En algún lado leí que esta película trata sobre la “conversión” de Juanse al cristianismo. Es verdad que situación es una de las más importantes dentro de la historia, pero el relato no tiene que ver con eso. La película trata sobre Juanse, un rockero que vivió de la fama y el exceso durante mucho tiempo que ahora parece atravesar otro tipo de vida sin haber dejado de tocar nunca.
Levy pone la cámara a donde vaya Juanse. Al Vaticano, a un monasterio, al cumpleaños de Charly García, a un ensayo, a un recital. En todas esas secuencias se van viendo las diferentes facetas del personaje: como papá, como músico, como religioso, como hijo. Ese compromiso por pintar de la manera más completa al protagonista es admirable.
Claro, el ritmo es divertido porque Juanse es divertido, carismático. Tiene el tono de los que pasaron por tanto que ya no les importa mucho las cosas. Su punto de vista es como del que ya vio todo.
El documental funciona muy bien porque el director elige muy bien quiénes tienen que hablar, en qué facetas mostrar a Juanse y, principalmente, dónde poner la cámara (especialmente en todas las secuencias musicales, donde se ven excelentes reacciones de fanáticos).
Aquarela, Viktor Kossakovsky (2018). Los primeros 15-20 minutos son lo mejor de la película, por lejos. Un río congelado que empieza a derretirse, en algún lugar de Rusia. Autos que van de un lado a otro y caen abajo del hielo. Rescatistas que intentan salvar vidas.
Kossakovsky regala un retrato absorbente sobre el agua en todas sus formas. Desde las olas gigantes a los témpanos que se destruyen. La atención va puesta en ese tipo de imágenes que al espectador le hacen preguntar si forman parte de la realidad o hay una manito digital que le agregó algún tipo de filtro. Pero no. Todo es real. Aunque sea impresionante y cueste entender que el agua puede producir ruidos de ese tipo, rompimientos tan fuertes o lluvias tan agresivas.
De a poco, la película va perdiendo la intensidad del principio, cuando se enfocaba principalmente en la relación del hombre con el agua. El relato se vuelve casi un tratado más técnico que otra cosa. Sí, técnicamente todo luce perfecto pero con los minutos se empieza a sentir menos como una película y más como una serie de imágenes chocantes.
Ojos negros, Sandra García, Marta Lallana (2019). Paula, protagonista de un capítulo de la historia de España. Los niños-adolescentes que van a pasar el verano a los pueblos de la familia. Ahí, entre la belleza, la sensación de lejanía y tranquilidad, va descubriéndose. Le llama la atención su abuela: la escucha dormir, percibe su fragilidad, y siente su perfume cuando se acerca a besarla por todos lados. Se reconforta. Observa la dureza de su tía. No es de hablar mucho. Todo lo asume desde el silencio. Guarda palabras, gritos y grandes reacciones.
La película no termina de enamorar. Hay una búsqueda de belleza, de ternura, que queda anulada por la falta de corazón, de realidad.
La historia se siente demasiado parecida a Verano 1993 (la casa, el baile en el pueblo, los adultos que reciben a una niña-adolescente sin conocerla demasiado, las nuevas amistades), lo que hace que todo sea algo repetitivo. El ritmo es siempre igual. Marcha crucero. Linda y prolija, pero sin grandes sentimientos ni ideas.
Genèse, Philippe Lesage (2019). Ay, esas películas en las que alcanza una secuencia para resolver que se trata de algo especial. Parado sobre su silla del aula, Guillaume lidera a sus compañeros. Canta una canción con una pasión fuera de lo común. Contagia de una manera particular. La cámara se enamora de él porque él -por sus rasgos, sus movimientos, su voz- es una aplanadora.
Genèse cuenta la vida adolescente-juvenil de dos hermanastros que casi no se ven. Él todavía está en el colegio secundario. Está en plena confusión. No entiende nada. Vive en un permanente desafío. Casi nunca terminar de conformarse. Sufre. Ella, en la universidad, está más o menos en la misma.
La historia va construyendo a los personajes de a poco. Primero, con muchos diálogos y secuencias que pueden parecer intrascendentes. Pero esos pequeños capítulos van formando a los protagonistas. Sobre el final, cuando la historia se permite contar de esos episodios grandes, que quedan en la memoria de cualquiera, el contexto está tan bien servido que el golpe es de nocaut.
El relato se relaciona a lo grande con todo, pero especialmente con la música (por momentos me hizo acordar a Eden: Lost in music, de Mia Hansen Love). Tiene momentos mágicos.
Es impresionante lo bien que se lleva el director con la cámara. Cómo logra moverse de un punto a otro sin caminar un paso. Cuando la protagonista descubre a alguien que le gusta en un boliche, la cámara gira a casi 360° grados hasta llegar al tipo en cuestión. El truco está en que todo lo que se ve desde que se deja ver a la chica hasta el pibe (una barra, gente hablando, riendo, bailando) es fascinante. Son como mini películas dentro de la misma secuencia. Dan ganas de más.
Por alguna razón, el director decide incluir una tercera historia que termina de arruinar un poco el cuento de los hermanastros. Pareció más un capricho para volver a demostrar su talento con las luces y los planos que otra cosa.