Pido perdón por tan poca lectura. Me mantengo vivo mientras siga cargando mis libros en viajes en los que nunca serán abiertos o llevándolos en el morral en caso de que alguna vez ocurra una tragedia en la que quedo varado en un mismo lugar por varias horas (¿un ascensor roto? ¿una autopista colapsada -a lo Cortázar?).
La muerte del padre (Mi lucha: 1), Karl Ove Knausgard
Es el relato de cómo un adolescente, que carga con un par de bolsas llenas de cerveza en una noche de Año nuevo, necesita dejarlas en el camino cada vez que entre las calles zigzagueantes aparece un auto por miedo a que lo descubra su tío. Es la historia de cómo un hombre no se puede dormir. De cómo un chico es aceptado en un equipo de fútbol. De cómo una banda teen de rock puede no ser más que un manojo de sueños y casi nada de talento. De pedirle a tu novia una foto de su prima para mandarla a un amigo, para cumplir la promesa. De cómo limpiar una casa llena de botellas y mierda.
Son algunas secuencias de este maravilloso libro. Historias que, desde la superficie, parecen insignificantes. Hasta demasiado largas, a veces.
Pero el libro de este noruego tiene una extraña profundidad. Es una literatura que se lee con una hermosa voracidad, como si nada de lo que dice fuera verdaderamente importante. Pero cada página va dejando una marca en la consciencia y en el corazón.
En realidad, Knausgard, un autor que expone el corazón en la mesa cuando confiesa sus sueños adolescentes de ser alguien, de ser especial, diferente al resto, se propone una de las cosas más difíciles: hablar de la vida desde la cotidianidad, con sólo un par de pasajes en los que decide incluir un tono más filosófico, en el que se decantan algunas cosas y aparecen las preguntas.
¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte? ¿Por qué el amor? ¿De qué juegan los recuerdos? ¿Para qué necesitamos más?
Berlín, Antony Beevor (2002)
Pido perdón por haber leído tanta ficción en mi vida si dejé pasar muchos ensayos como Berlín, la caída: así de bueno es este libro, la obra máxima de la última parte de la Segunda Guerra Mundial.
Antony Beevor, un británico que hace de periodista, documentalista y escritor, relata con maestría el capítulo final de una brutalidad. El relato es perfecto porque está contado desde el detalle, todo lo opuesto a un artículo en Wikipedia o a un libro de textos básico del secundario o universidad.
Berlín relata por qué Stalin quería tomar Berlín antes que los Aliados y cómo hizo para convencer a Churchill y Roosevelt.
Describe con lujo de detalle la locura del nazismo en sus días finales: cómo no tuvo ni un poco de criterio ni para salvar las vidas de miles de los suyos con muy poco.
Cuenta cómo se mató Hitler y qué pasó con su cuerpo.
Explica la brutalidad de la guerra y exhibe una realidad: fue el enfrentamiento de los malos (los nazis) vs. los malos (el Ejército Rojo).
El relato tiene un hilo casi de novela pero siempre desde la precisión y la verosimilitud. Solo tiene algunos momentos repetitivos, especialmente con la reiteración de la crueldad de los soviéticos al llegar a la ciudad alemana, la cuestión de las violaciones y el maltrato como forma de venganza por Stalingrado.
Un libro que queda para siempre, se entierra en la memoria como las cosas que están bien hechas de verdad.
Canadá, Richard Ford, 2012.
Canadá es el nombre del exilio, de la ruta del escape, del lugar desconocido obligado a volverse común. Canadá es la tierra de los otros, refugio de pasados terribles.
Canadá es el lugar que elige Ford para contar una historia de abandono, triste y solitaria como el que necesita borrar sus huellas.
La historia va del relato familiar a la crónica loca. De lo íntimo de la primera persona a lo cruel de los personajes destinados a lo gris.
Dell es un chico que ya tiene la vida arruinada. Solo necesita aprender a crecer desde ese punto de vista. Richard Ford tiene una hermosa sensibilidad para darle vida a personajes que podrían estar a la vuelta de la esquina (como John Updike o Tobias Wolff). Que se encuentran en algún aeropuerto, en un colectivo o en la barra de un bar (como su inolvidable Richard Bascombe).
Esta idea de realismo, este drama tan fácil de reconocer se vuelve denso y adictivo. Se impregna.
Fall River, John Cheever (1994)
Estaba el evidente prejuicio de la obra que se publica sin el visto bueno del autor. Este es un libro que reúne los primeros cuentos que Cheever publicó en diferentes revistas de Estados Unidos. Pero, pese a la habitual trampa editorial, no falla.
La versión temprana de Cheever es más inmadura y algo inacabada, pero mantiene la esencia del tremendo autor que es. Un escritor que sabe reflejar el alma de sus personajes. En este grupo de relatos se lee mucho sobre apostadores, vagos, corazones perdidos…gente que deambula y sueña con pegar un batacazo millonario para reparar un espejo hecho trizas. Irreparable.
A esta altura de su vida, todavía no es el Cheever que abre el cuerpo de la American Dream Society, que destila frustraciones y sexualidad, que se mete con casi todos los órdenes de la vida, pero sí el autor que va regalando sutilezas en cada línea.
Es un escritor fino pero agresivo. Es bueno describiendo y metiendo al lector en el ambiente, pero nunca hace una de más. Cuando necesita pegar, mantiene fuerza y dirección. Le sobra punch.
Fall River reúne cuentos de manera cronológica, lo que hace que las piezas del final sean un poco más completas que las primeras. Pero la esencia se mantiene más o menos a lo largo de todo el libro.
Cheever es de los grandes.
Vieja escuela, Tobias Wolff
Hasta la secuencia de quiebre, este libro no estaba destinado a ser más que un capricho de un autor, una manera de deslindar algunas opiniones literarias (de Frost, Rand o Hemingway), de jugar un poco con la eterna lucha del escritor-ego…y no mucho más. Pero el protagonista (un poco inventado y un poco el propio autor) es atrapado en una inmoralidad…y todo cambió. El libro se vuelve un pedazo de honestidad. Y verdad.
Tiene un toque de Catcher In The Rye, pero también es un manifiesto de un escritor de la élite.
Sobre el final, el foco cambia de manera extraña y le da un cierre más bien gris a una novela con puntos altísimos, cuestionables y medianos.
Espera a la primavera, Bandini, John Fante (1988)
Hay una inquietante y larga pregunta a medida que se avanza con este divertidísimo, irónico y desafiante libro: ¿hay algo más atrás de Bandini? ¿Es un provocador profesional de poca monta o un incomprendido con profundidad? La verdad, es posible que la cuestión no se termine de resolver, al menos en esta primera parte de una saga (¡que promete muchísimo!) de cuatro novelas.
Bandini es el personaje que John Fante pone al mundo para exponer que en Estados Unidos, por ejemplo, las cosas están muy mal. Ya no queda ni un grado de decencia, de educación. Sólo algunos privilegiados que leen a Schopenhauer sin entenderlo demasiado.
Fante fue uno de los guías literarios de Bukowski, y la realidad es que tiene con qué sentarse en la misma mesa. La del desparpajo, la desfachatez, la de lo sucio.
Un libro querible, un personaje doloroso, capaz de cualquier locura, pero entrañable.
The Long Goodbye, Raymond Chandler (1953)
Qué hermoso personaje es Philip Marlowe. Me resulta imposible no imaginarlo con el aspecto físico de Humphrey Bogart (en este caso, el cine me arruinó la imaginación dentro de la literatura): siempre de traje, elegante, fumando, tomando, viendo el mundo como si se moviera en cámara lenta, como si todo fuera demasiado rápido para él.
El largo adiós es una novela policial que trata antes que nada sobre un personaje. El relato siempre se mueve alrededor de su estrella. Lo pinta, lo expone a situaciones, lo pule y lo forma ante diferentes secuencias: un conocido que le pide un favor, un extraño ‘suicidio’, una investigación larguísima, un final ‘impensado’.
Pero El largo adiós teclea al ritmo de Marlowe. Su punto de vista lo muestra como una persona libre de cualquier atadura ‘social’, pero atado a la soledad, atrapado en un mundo caluroso que se mueve solo en los caminos de la corrupción, la suciedad y el sálvese quien pueda.
Marlowe, que no tiene reparos en ensuciarse si es necesario, nunca será feliz en este mundo. Ni con la mujer más hermosa, ni con una montaña de plata, ni con el caso resuelto más difícil de todos.
Conejo en el recuerdo y otras historias, John Updike (2003)
Lo quiero mucho al Conejo, es así. Todavía me acuerdo de esa primera secuencia de Corre, Conejo, un libro de 1960 que describía los años de esa década, con enorme excitación: ese crack, viejo y frustrado, que daba indicios de talento en algún aro pegado sobre el garage de una típica casa de clase media estadounidense.
En El regreso de Conejo (1971), esa locura del protagonista que se sale del paradigma. En Conejo es rico (1981), el conformarse con lo que pueda. Y, en Conejo en paz (1990), salir a tapar los agujeros del barco cuando toda el agua está adentro y los tripulantes empiezan a arrojarse al mar.
Updike creó a un personaje -a un mundo- histórico, miserable, tierno, fracasado, triunfador. Inolvidable. En este libro de cuentos, regala una pieza de lo que pasó en el mundo del Conejo sin el Conejo. La historia -una nouvelle- tiene momentos de gran tensión y drama, al estilo Updike, donde parece que nada puede salir peor. El relato también exhibe que el mundo de Updike sin el Conejo es otra cosa, le falta un toque de magia.
Alrededor del relato hay algunos cuentos de gran altura, y otros más bien olvidables.
Flores de verano, Tamiki Hara
Entre las descripciones del horror, metidas en los silencios de la muerte o incrustadas en los recuerdos del miedo. Hay algo. Un toque de esperanza. Una manera de ser. Una idiosincracia.
Tamiki Hara escribe en tres crónicas el antes, durante y después de la bomba de Hiroshima. Es un relato crudo, sin filtros ni escondidas de miseria.
El libro a veces es extrañamente poético. Otras, algo disperso para lo que se está contando. Pero también tiene momentos de intensidad, cuando la condición humana queda grabada en secuencias fuera de lo normal, de total confusión. Inexplicables.
Las partículas elementales, Michel Houellebecq (1998)
Me gusta cuando el ensayo se mete en la ficción. Es arriesgado. A veces corta el ritmo y se vuelve pesado. Cuando sale bien, es una interesante mezcla perfecta. Mientras una narración avanza con un formato más clásico de ficción, otra va por una calle paralela dejando lecciones y marcas que hacen mejor a la historia (o los personajes).
Houellebecq siempre intenta eso. Y, más allá de la técnica, lo suyo termina siendo -al menos- llamativo. Es un escritor que se aleja de lo políticamente correcto todo lo que puede. Al fin.
En esta novela, tanto Míchel como Bruno, dos hermanos franceses que vagan por la vida como si tuvieran algún tipo de collar de sandías sobre el cuello, hay secuencias de abuso y perversión. Hay mucho sexo, la gran obsesión del autor.
Houellebecq escribe sobre el sexo con una particular libertad masculina. Despoja a la actividad del amor, la describe con detalles sinceros aunque carezca de un estilo mágico o fino.
La historia va atrás de dos personajes melancólicos y tristes que solo se relacionan con gente que está en la misma situación. El relato es depresivo. Descarta la felicidad como una posibilidad dentro de la vida.
El autor parece burlarse un poco de la generación del Mayo 68, los supuestos revolucionarios que ahora, viejos y burgueses, se escapan de sus hijos, no saben formar familias y no tienen idea de lo que es sentirse cerca del bienestar.
Entretenido pero casi nada desafiante, Las partículas elementales se mueve alrededor del vacío de una generación que percibe que la vida los aplastó.