Succession: el discreto encanto de los ricos

Tom quiere transmitirle una lección de vida a Greg: enseñarle cómo comen los ricos. En la carta ni siquiera figuran los precios de los vinos. Son tan caros que no tiene sentido exhibirlos. Devoran un pájaro. Se llama ‘Hortelano’. Él dice que podría ser ilegal. No tiene idea.  Se tapan la cabeza con un repasador blanco. “Algunos dicen que es para ocultar el placer, otros para enmascarar la vergüenza”. Un supuesto choque entre el placer y lo ético. Crujiente. Pequeño. “Oh, dios, esto es taaaaaaaaaaaan bueno”, comenta Tom. Greg todavía no se anima a metérselo en la boca.

Succession, nueva serie de HBO creada por Jesse Armstrong, es antes que nada una fina burla al mundo. Porque mientras la persecución por la riqueza, lo material y lo exclusivo se vuelve una obsesión para todos, este relato se centra en el detrás de escena de ese mundo del que muy pocos conocen. Y ahí, entre herederos multimillonarios, conductores privados, mansiones, jets de lujo y acciones de bolsa, hay una familia que no tiene idea cómo sentirse más o menos bien.

La estructura no tiene casi nada nueva. Una familia rica en medio de una lucha de poder. Nueva York. Un patriarca sin educación formal que hizo de la nada el multimedio más grande del mundo. Una esposa que no es la mamá. Unos hijos que viven rodeados de una extraña burbuja. A él, el dueño, el que manda, lo aman y lo odian. Lo reverencian y le temen. Lo traicionan y le son fieles. Kendall es el supuesto heredero natural por ser el más completo. Roman, el caso perdido. Rava, la protegida.

La serie no se la termina de jugar y corre demasiado atrás de los hechos. De la caída de las bolsas, de las traiciones, de las enfermedades. De hechos que van generando un clima tenso y un ritmo aceptable, pero que también tapan otras posibilidades de narración. Succession da a conocer a sus personajes en medio de eso, pero jamás se toma un espacio para ir un poco más allá. No exhibe costados que no tengan que ver con lo que está pasando. Y eso le quita profundidad al relato.

De a poco, cuando los intentos de traición se vuelven algo común en la historia, el foco se desliza en silencio a la triste vida de las personas más ricas de todas. A él, el dueño de todo, le agarra un infarto porque ya no aguanta. Al hijo más grande no le alcanzan dos hijos y una fiel mujer, siempre necesita mirar a los costados. Al desfachatado solo le queda fingir. No puede ni tener sexo. Y ella, la inteligente y bella, es la más mentirosa de todas.

Juegan con la ropa cara pero nunca van a ser cools. Se creen innovadores pero los artistas parecen esquivarlos. No crean, no imaginan, no vuelan.

Logan Roy (Brian Cox, brillante) cumple años pero ya nadie sabe qué regalarle. Lo tiene todo. Mira a un reloj de 10 mil dólares como si nada. Pero tampoco se le puede entrar por el otro lado. Un dibujo de alguno de sus nietos lo aburriría. Un abrazo de sus hijos le haría pensar mal. Así funcionan casi todos. En ese nivel, la idea de acercarse a la plenitud está marginada, ausente.

Solo queda disfrutar del discreto encanto. Su momento perfecto es cuando se tapan la cara con el repasador y comen el pájaro. Para ocultar el placer. Para tapar la vergüenza.