“You need to…ah!”. “You…” “You…eh….”. Aprieta los dientes con fuerza. Se golpea los puños como si fuera un boxeador a punto de subir al ring. En la puerta de un hotel más bien lejano al centro de Moscú, Alexey hace todo para que un periodista reciba de la mejor manera las instrucciones para llegar al estadio del CSKA, una de las dos sedes de la capital rusa en el Mundial 2018. Pero le resulta imposible expresarse. Como la gran mayoría de los rusos, le faltan herramientas. No tiene roce de inglés. Carece de expresiones. Por eso todo pasa por el físico. Y las ganas.
“I walk you?”, pregunta Alexey, blanco, flaco, con el pelo prolijo y vestido como todo el resto de los empleados de un hotel que está lejos de ser de lujo: remera blanca con un cartel con su nombre colgado, pantalón de vestir y zapatos negros. “Bueno, sí”, le responde el periodista, que recién llega a la ciudad y no entiende demasiado. Entonces, Alexey corre al lobby, toma su teléfono móvil y se prepara. “I can’t explain, but I walk you (“no te lo puedo explicar, pero te acompaño”)”, dice.
No tiene idea de fútbol y dice que su deporte favorito es el Ballroom dance, un baile de ceremonia, protocolar, que se realiza tanto de manera amateur como profesional. Comenta que le gusta Paraguay por José Luis Félix Chilavert, el ‘arquero que pateaba penales y tiro libres’. Pero no sabe que la Albirroja ni siquiera está en el Mundial. Camina con velocidad pero es atento y curioso. Quiere saber un poco de todo: hasta cuándo se queda el periodista, qué hace, qué sabe de Rusia.
Tiene 30 años y está haciendo una pasantía no rentada en el hotel. Estudia idiomas en la universidad (¡con especialidad en inglés!). En el aeropuerto para pedir un taxi, en los negocios de telefonía para comprar un chip y en algunos restaurantes se repite la misma secuencia: mucha gente para atender pero poca que realmente sabe lo que está haciendo. La mayoría de los ’empleados’ se para atrás del que se supone que tiene más oficio. Y aprende. Son secuencias de una ciudad saturada, bastante amiga de lo propio pero encantada de abrir las puertas y ayudar.
Alexey parece feliz de haberse ‘escapado’ de la rutina del hotel. Paga su propio pasaje de subte (55 rublos, algo menos de un dólar), camina tan rápido que desaparece entre la gente. Regresa corriendo, apurado, pensando que había ‘perdido’ a su compañero argentino. Dice que vive con su familia en una zona linda de la ciudad, llena de iglesias y templo. Cree en dios pero no es un hombre religioso, aclara.
No sabe por dónde ir. Baja a la estación incorrecta, cruza hacia al otro lado pero antes atraviesa la línea de presentación del pasaje, por lo que tiene que pedirle a un empleado que lo deje pasar por el costado. Calcula cuántas estaciones hay que recorrer para hacer la combinación. “Esta línea es muy buena, muy cómoda”, dice. Y no miente. Asientos nuevos. Piso reluciente. Aire acondicionado. Las vías no hacen un ruido, como si estuviera flotando.
Para hacer la combinación hay que caminar varias cuadras. Se vuelve a perder. Pregunta. Al llegar a la otra línea de subte, a dos estaciones del estadio, Alexey comienza a despedirse. No dice que se tiene que ir, pero mira hacia atrás, observa el reloj, chequea su celular.
-Muchas gracias por todo. Un día te invito a comer y tomar algo.
-Bueno, pero no soy borracho- aclara.
(publicado en Goal.com)