El orgullo ruso

La primera pregunta es la de siempre: “¿De dónde sos?”. La segunda, también un clásico: “¿Qué piensas de Rusia?”. Son cuatro hombres que deben tener entre 30 y 40 años. Dos de ellos hablan inglés bastante bien. Se hacen entender. Otro pretende comunicarse en español: “Nombre…mía…Victor”. Se ríen. “Está loco, no le prestes atención”, comenta otro de la banda. Comienzan a rodear al periodista. El partido ya quedó en segundo plano. La idea de hablar de fútbol, un deporte popular, querido, pero no enfermizo en Rusia, ya no existe.

El que quiere expresarse en español estudia literatura (o es maestro de literatura, una parte del relato que no se termina de entender). “Amo la literatura rusa. Dostoievski, Guerra y Paz, de Tolstoi. También Anna Karenina. Gogol. La dama del perrito, de Chejov”, dice el periodista. Por primera vez menciona a uno de los escritores rusos que tanto quiere. Por primera vez siente conexión. Y los rusos explotan. Lo gritan más que un gol de su Selección. Lo festejan como el orgullo más grande. “¡Dostoievski! ¡Dostoievski! ¡Dostoievski! ¡Dostoievski! ¡Dostoievski es el mejorrrrrrrrr!”, grita el profesor.

“Amigo, ¿quieres entrar a tomar unas cervezas con nosotros? Él es el dueño del bar (apunta a uno de los cuatro de la banda, el que no habla ni inglés ni español; alto, ojos celestes, cara cuadrada, despeinado, remera celeste de algodón). Nosotros pagamos”. Y la noche cambia para siempre.

Quieren saber cuánta plata se gana en Argentina. Les interesa saber por qué ese periodista habla inglés y cómo lo aprendió. Necesitan la confirmación de que el subte de Moscú es impresionante. “Sí, es impresionante. Felicitaciones”. Otra vez. Lo celebran como un campeoneato del mundo. Su ciudad, su infraestructura, asombra la vista de un extranjero. Gritan. Levantan los brazos. Explotan. “¡Ra-sí-a! ¡Ra-sí-a!”. Todo el bar los sigue. Al final, la invitación no era solo de cervezas. También tragos de Jägermeister, esa bebida espesa, dulce y densa que hace un tiempo está de moda en Argentina. Juran que pueden tomar ocho o nueve en una noche. Parece que ya llegaron al límite.

Uno, el supuesto dueño del bar, se queda tildado mientras mira el piso. Toma aire. Cierra los ojos. Apunta la cabeza al techo.

-¿Va a vomitar?

-No, en Rusia (Ra-sí-a) no vomitamos por alcohol.

Son el estereotipo ruso. Gritones, parecen brutos, curiosos. Pero con alma buena. Cuando uno nota que la intimidación podía ser demasiado (alguno hasta sugirió emprender una aventura afuera del bar demasiado arriesgada), pregunta: “¿Estás cómodo? ¿Te sentís inseguro?”. “Tranquilo, no pasa nada”. Y responde: “Vos decíme si alguno te molesta”.

Los rusos quieren contar su experiencia, su costado de la vida. Dicen que tienen una costumbre en los bares. Como con palabras les resulta difícil, lo actúan. Se para uno enfrente del otro. El dueño del bar le pega con el puño en el estómago al otro. Luego, el otro se la devuelve. Quieren probar con el turista, con el argentino, con el periodista. Al final, lo hacen, pero con cariño. El golpe es suave, solo una actuación. Todos aplauden. Una chica se acerca y se saca una selfie con el grupo. Los barmans no paran de alcanzar vacitos con tragos y cervezas. Las meseras, curiosas, miran de reojo y sonríen.

Cuando llega la hora de irse, el grupo quiere asegurarse que tendrán revancha. “¿Puedes volver para el partido de Rusia contra Egipto?”, pregunta uno. Y, ahí, todos se frenan y miran al periodista. Lo observan en silencio. Quieren el sí. Quieren otra aventura, otra locura rusa.

“Si no vienes, te mataré”, dice el más joven, el que mejor habla inglés. “Te mataré, eh”. Esta vez no se ríe. Unos abrazos, más sonrisas y un último trago de despedida. Afuera, Moscú saca a relucir la alfombra roja de la celebración y la fiesta. El orgullo ruso se siente en cada esquina.