Fuma justo en la puerta del local. Está cerrada, hace mucho frío como para que quede abierta. El pavimento, congelado. Las manos, adentro de los bolsillos. El aliento se convierte en humo. Tiene un delantal que la envuelve de la cintura para abajo. Entra rápido cada vez que ingresa un cliente. Se ubica atrás del mostrador, lista para ayudar.
“Guten Tag”, dice ella.
“Hello, how are you?”
Y se queda sin reacción. Tira la cabeza hacia atrás, levanta bien las cejas y abre los ojos mientras se enfrenta a una pregunta (casi) desconocida. Como si no formara parte de la dinámica, como si no existiera en su forma de ser. Como si en esa especie de mercado-kiosco no todos los días alguien le respondiera su “buen día” con un “¿cómo estás?”.
En Prenzlauer Berg, un barrio más de trabajadores que de ricos, en Berlín, no parece haber tiempo para saber cómo está el otro. Para llegar al tren de las 7.45 no hay más que el “guten tag”. Un minuto después sería perderlo. Un minuto antes, esperar de más. Hace frío. La luz es gris. Hay que moverse al ritmo de la ciudad. O la ciudad, demasiado grande para charlas chicas, se va.
Por eso ella se sorprende. Porque por al lado de ella pasa todos los días un grupo de personas perfectas para lo protocolar, lo educado. Para el intercambio obvio. Pero no para saber si ella está bien o mal.
Y, quizás, ella nunca dirá que está mal. No confesaría que ese día no se siente del todo bien. No regalaría su posición de eficiencia cuando hace el café con velocidad, de resolutiva cuando saca cuentas rápido y devuelve el cambio con precisión, de gestora cuando va tomando el pan o las facturas de uno de los estantes de abajo del mostrador mientras un chorro de chocolate termina de regar un vaso de plástico gordo.
Pero, después del “how are you?”, ella apoya las manos en la cintura y dice: “I am good. How are you?”. Y sonríe. Preparada para más “guten tag” y ningún “how are you” más.
Pero en Budapest, cerca del barrio judío, donde están todos los bares y cafés de moda, el “how are you” es otra cosa. Porque ahí sí hay gente que pregunta ‘cómo estás’. Porque a los húngaros les gusta hablar un poco más, prefieren salirse del renglón, sienten menos frío en la calle y en el cuerpo. Porque el tren de Budapest no es tan exacto como el de Berlín, entonces vale la pena preguntar y tomarse un tiempito. Porque en el subte hay gente durmiendo que se cubre con diarios y cartones, entonces no todo puede estar bien.
Entonces, ella, atrás de una barra de café, se anima a preguntar a un turista de dónde es. Le da curiosidad. No se puede aguantar, necesita saber. Porque en esa zona, con una mezcla de restaurantes típicos que cobran según las rodajas de pan que se comen o los vasos de soda que se sirven, pasa mucha gente. Y no tiene problemas en asegurar que Budapest no está bien, que necesita mejorar, que el nivel de vida no es bueno. O que no le gusta nada la gente de República Checa, todos amargados. O que fue a Estados Unidos varias veces porque es mejor que Europa.
El “how are you?” es para ella el inicio de una charla. Se mudó de alguna ciudad chica a un monstruo. En Cracovia, al sur de Polonia, hay miles de personas que van y vienen en busca de algo más.
Pero, ahora, se da cuenta que no le gusta. Entonces, el “how are you?” para ella es una forma de conocer más opciones, de salir de la ciudad a la que los turistas van para visitar Auschwitz, el campo de exterminio más grande del mundo. De escapar de la rutina y creer que puede volver a mudarse y probar en otra ciudad. En sumergirse en otro desafío.
Ella, joven, rubia, más bien grandota, se quedaría hablando toda la noche porque esa jornada no hay clientes. Afuera hace demasiado frío, la nieve paraliza las salidas.
Está acostumbrada a que le pregunten cómo está. Porque en Cracovia no hay grandes transportes ni prisas locas. Hay caminatas sobre un casco histórico de cuento y un ritmo más bien tranquilo. Hay ganas de mirar a la cara al otro para percibir si la vida puede ofrecer algo diferente.