No hay nadie que no tenga una botella en la mano. Como si fuera el ticket, el permiso para viajar. La plataforma de la estación Kottbusser Tor del U Bahn (el subte; forma parte de una red de transporte gigante, perfecta y vital) parece un boliche.
Afuera hace mucho frío. Adentro hay verano.
La mayoría toma cerveza. Algunos grupos cargan con bebidas blancas. Todos hablan, algunos gritan. Son las 2 de la madrugada, para muchos la historia recién empieza. Desde Kreuzberg, un barrio que solía estar más bien olvidado y ahora es el alma bohemia, hipster y de moda de Berlín, cientos de pasajeros terminan de definir su salida. A otro bar. A la casa de un amigo. A una discoteca. Algunos, a dormir.
Entre algunos de esos pasillos, escondidos y señalizados sólo para guías que tienen llaves y accesos, alguna puerta deriva en un refugio. En algunas estaciones, de la Segunda Guerra Mundial. Paredes gastadas, asentamientos precarios, espacios en silencio que quedaron de enseñanza. Lugares para unos cientos que quedaban hacinados por miles. En otras, las guaridas corresponden a la Guerra Fría, protecciones temerosas ante una posible bomba nuclear. Planes desesperados para que unos pocos lleguen a cuartos que nadie había probado, a construcciones sin demasiado pensamiento encima, a manotazos de desesperación.
Berlín, gigante, inabarcable, tiene una idea de modernidad rodeada por el pasado. Están esas grúas amarillas cada cinco o seis cuadras, símbolos del avance, el desarrollo, la riqueza. Pero también figuran esas casas que fueron abandonadas y ahora representan un bar con dueños de unos 50 años que no quieren crecer. Con puertas cerradas y todas pintarrajeadas, sin ventanas, sin un cartel que diga “esto es un bar”. Con humo por todos lados, como si el que no fumara no pudiera respirar bien. O esas fábricas que se fundieron y ahora son refugios de arte, casas de los artistas que pintan la ciudad con sus grafitis.
Espacios grandes, sin aglomeraciones ni multitudes.
La cara de Jack Nicholson en El resplandor. Ciervos gigantes colgando con las patas hacia arriba. Políticos que se besan. Casas con piernas y brazos. Firmas eclécticas y misteriosas. En las puertas de los negocios. En las partes de atrás de los edificios. En los murales que antes dividían y ahora son una lección.
En Mauerpark, donde los domingos los alemanes se sacan lo frío, mantienen el ritmo de alcohol de la noche anterior y se divierten con un karaoke gigante, hay vendedores de droga cada 20 o 30 metros. Jóvenes, de no más de 30 años, que se paran lejos de los que hacen deporte o están comiendo algo. Están ahí como si nada. Como en el subte. La ciudad parece tener sus leyes, pero decide mirar hacia otro lado con algunas cosas. Porque nada se pasa del límite, todo está desordenadamente ordenado.
Hay sentido de pertenencia en esas tabernas con mesas enormes de madera indestructible y vieja, salchichas de todo tipo y cervezas gigantes. Hay apertura con los barrios de inmigrantes, los puestos de kebab, los diferentes idiomas de la calle.
Hay una idea de exponer el pasado para entenderlo, pero también una sensación de que no todos entendieron -entenderán- la lección.
Hay un hombre que avisa que hay cambiar de tren porque hubo un problema mecánico que nunca será tu amigo.
Un grupo fuma un porro. Otros, cigarrillos. Algunos hacen sonar sus celulares con música de todo tipo. Hay carteles adentro del subte que indican que no se puede tomar. Pero, en ese lugar, en ese momento, parece una regla no correspondida. Hay una idea de desinhibición controlada. Sí, algún alemán con el pelo verde, aros en la nariz y la frente puede actuar como si desafiara al mundo con su cuerpo, pero el sistema no se perjudica. Los que no son de la ciudad, compran sus boletos en las máquinas expendedoras y lo validan con el aparato que está justo al lado, pese a que no hay molinetes ni verdaderos controles. Los berlineses están listos para sacar sus pases semestrales en caso de que aparezca un inspector…que nunca llega.