Me pasó hace un par de noches. No podía dormir. Por primera vez en bastante tiempo en una situación como esa, decidí no prender la computadora. Ni una película ni una serie. Un libro. Estaba -está- ahí, en la mesa de luz. Lo abrí, leí un rato y percibí que podía llegar hasta el final. Lo hice: 180 páginas en un par de horas. Cerré Las correciones, de Franzen, y me ilusioné con un 2018 por muchas noches más como esa. Hasta ahora no la volví a repetir.
Acá va un repaso por las mejores lecturas del 2017, el post de ‘listas’ que más me gusta hacer.
Por una causa justa, Vasili Grossman
Un libro que antecede a Vida y destino, pero igual de bueno (aunque no tan maravilloso). Grossman tiene una estructura inmensa de personajes, situaciones y recorrido. Y todos los aspectos le salen bien porque escribe de lo que sabe. Como periodista de guerra, recorrió con los soldados miles de kilómetros. Retrocedió por el ataque de los alemanes. Observó el miedo de los que tenían que arriesgar su vida Entendió el comportamiento de los superiores. Pasó hambre, tuvo sed. Reconoció el sentimiento de los que viven en el pueblo que ahora está tomado por ejércitos. Supo qué se siente cuando alguien está a punto de morir. Un ladrillo espectacular.
Stoner, John Williams.
Entiendo que quizás no sea fundamental, pero lo que me fascina de William Stoner es su obsesión por el conocimiento. Acá hay un tipo que estudia la poesía de los griegos en el siglo XIV como si no hubiera nada más importante en el mundo. Esa forma de pensar, esa idea de que sólo desde lo específico se puede ser justo, pinta a un personaje extraordinario.
Stoner lee tanto, escribe tanto, estudia tanto que se queda sin armas para otras cuestiones en la vida. Quizás por eso no sabe decirle no a su mujer. Por ahí es la razón por la que no termina de relacionarse con su hija. Ahí puede estar la explicación por la que no supo luchar por su verdadero amor.
La novela, una pequeña obra maestra perdida que Estados Unidos nunca quiso (o pudo) adoptar (Rodrigo Fresán explica que quizás haya sido porque Stoner no combate sus miserias ni con alcohol ni con Dios), tiene todo lo bueno de un relato clásico. Uno termina queriendo a Stoner. Por su testarudez. Por sus pensamientos interiores. Por sus carencias. Por su honestidad.
¿Y qué mejor puede pasar en un libro que terminar queriendo a uno de los personajes?
El resplandor, Stephen King.
Yo entiendo por qué Stephen King está enojado con Kubrick. El escritor dice que el cineasta fue demasiado simplón. Y tiene razón. A King le da bronca la manera en la que la película pinta al personaje principal, Jack Torrance (Jack Nicholson). Y no le faltan excusas.
La razón por la que King ve a la película (una obra maestra) como simplona es evidente: después de su libro, no existía otro formato que pudiera igualar la forma en la que se cuenta el relato. El cine simplemente no lo podía hacer. Probablemente por eso Kubrick le agregó un toque mucho más temeroso y directo.
Fue el primer libro que leí de Stephen King. Por momentos, sentí un poco de miedo por las descripciones de algunas secuencias, los pensamientos de los personajes o las situaciones que se planteaban.
Pero lo que más disfruté es la forma en la que teje a los personajes. Jack Torrance, un hombre talentoso, repleto de ira contenida, está pintado de una manera de excelencia superior. En cómo la vida le da la espalda una y otra vez se entiende todo lo que va a venir.
Este es un libro especial. Fue perfecto empezar con El resplandor. El crédito a King ahora es ilimitado. Se lo merece como pocos.
Anna Karenina, Leon Tolstoi.
Hay lecturas que son una bañera. En una bañera pueden navegar botellas de shampoo o un patito de plástico. En la pileta se puede nadar, bucear, hacer la plancha. Otras lecturas son un lago. Ahí, puede haber cisnes y algún que otro pez. Pasear en un botecito. El río es mucho más complejo. Pero no hay nada como el océano. En el mar, la vida es tan grande que probablemente nunca se termine de descubrir del todo.
Anna Karenina es un océano. Lo arriesgado de meterse en el océano es que, si el nadador no es bueno o fuerte, la inmensidad lo puede hundir.
Pero nada de eso ocurre con Tolstoi. Tolstoi es el océano mismo. Es el que deja que algún que otro barco navegue por sus aguas, pero es el dueño. Es Poseidón.
Es el dueño del mar porque nadie maneja con tanta perfección la grandeza. No hay autor que recorra tan bien los ritmos. No existe un entendimiento tan grande de la longitud como la de él.
Como en La guerra y la paz, Tolstoi dibuja en Anna Karenina un retrato social, histórico y político. Aunque por momentos puede distraer con la cuestión amorosa o romántica, lo que el ruso pretende decir es: así vivían los ricos en una época, esto es lo que pensaban y la forma en la que afrontaban el mundo. Por eso el mundo es un lugar tan malo.
El libro, un poco más corto que La guerra y la paz, fluye sin problemas. Sólo hay que animarse a lanzarse al océano: con un salvavidas, sobre una madera o simplemente con el cuerpo. Las aguas de Tolstoi están para proteger a todos.
No paré de pensar en The Walking Dead mientras leía este libro de 300 páginas. Era imposible no imaginarse la serie porque el tema era demasiado parecido.
El mundo devastado. Los malos que se volvieron aún más malos. La supervivencia. Los demonios que salen de manera natural, para sobrevivir.
Más allá de que el libro está muy bien (300 páginas de acción, vida interior, suspenso), el debate se me volvió más grande: imaginé mucho la lucha entre literatura y cine/tv.
La realidad es que en la competencia entre un escritor como Cormac McCarthy (el mismo de No country for Old Men, libro del que no debería pasar mucho tiempo sin que lo lea) es muy despareja. Porque la imaginación en base a la buena descripción es todo y nada puede ganarle.
The Road ayuda a imaginarse todo: la ruta vacía, la dureza del papá y la liviandad del hijo. Lo gris de los colores y lo pesado del aire. Lo loco del mundo. Lo tierno y cruel de los diálogos.
El libro se escurre en un abrir y cerrar de ojos.
El intérprete del dolor, Jhumpa Lahiri.
Es hija de padres bengalíes. Nació en Inglaterra. Creció en Estados Unidos.
Jhumpa Lahiri escribe como lo que es: una mujer que, a veces, no termina de pertenecer. En su delicado y elegante libro de cuentos El intérprete del dolor, exhibe a personajes a los que el estar en un lugar que no es suyo los obliga a actuar de formas que no son suyas.
Hay cuentos de esta colección, que ganó el Pulitzer, que parecen relatados con un tono más bien irónico y sarcástico, pero en el fondo transmiten con una extraña sencillez a la tristeza del desarraigo (personajes budistas que juntan estatuas de una Virgen, indios que ahora pasean en su país como turistas, inmigrantes que se acomodan en cuartos de viejas a los que no les importa más que cobrar la cuota mensual). Bello, triste y diferente.
Las correcciones, Jonathan Franzen.
En las primeras 100 o 200 páginas decreté con mucha convicción que el libro de Franzen no era más que una repetición, otro intento fallido de la búsqueda de la Gran Novela Americana. Por ahí hay un poco de todos: Updike, Cheever, Ford, Salinger, Irving, etc, etc, etc. Pero, a medida que la introducción le da lugar a la acción, la novela se convierte en un sincero relato de una familia del Medio Oeste estadounidense que no puede -ni podrá- escapar a los planes que el lugar en el que viven hará por ellos. La señora vivirá pretendiendo frente a sus vecinos. El señor, no más que su trabajo. Los hijos, un poco de todo: mentiras, hartazgo, infidelidades, ruina, dinero, gloria. Las correciones son las que tiene que hacer Chip con sus alumnos de la universidad, pero también las que Denise necesita imponer para salir a flote o Alfred precisa para aparentar ser una persona cuerda. Sobre el final, la novela, larga pero para nada densa, tiene más sentido que nunca cuando los personajes se reúnen.
Tan fuerte, tan cerca, Jonathan Safran Foer
La literatura se movió alrededor del 11 de septiembre de diferentes maneras. Primero, con la aparición de varios ensayos que pegaron duro (Philip Roth, Norman Mailer, Susan Sontag). Después, unos años más tarde, con la ficción. Apareció Sábado, de Ian McEwan. Falling Man, deDon DeLillo. Terrorista, de John Updike. Y varios más.
Entre esa larga lista está Safran Foer, que cuenta la tragedia desde los ojos de un nene de no más de diez años. No es un chico normal. Oskar le escribe cartas a Stephen Hawking porque lo quiere conocer. Sabe más de ciencia que su profesor del primario. Tiene extrañas obsesiones, que se hacen interminables cuando su papá es una de las víctimas del atentado.
La novela recorre el vacío, el dolor. Las formas de un chico -una sociedad- de recomponerse ante lo que parecía imposible. Oskar enterró junto a su mamá a un cajón vacío, porque el cuerpo de su papá no estaba. El vacío que representa la ausencia. La ausencia de las personas. La ausencia de la seguridad (Oskar dice que no es discriminador, pero que prefiere no pasar cerca de una persona musulmana). La ausencia de lo concreto (un personaje ve desde su ventana el hueco que quedó del lugar en el que estaban las torres gemelas).
El relato mezcla diferentes voces, cuestión que le hace bien al libro. Las cartas del abuelo de Oskar a su hijo (al papá muerto) hablan de una Nueva York verdadera, dura, de inmigrantes, de oportunidades, de sacrificio y trabajo.
Sobre el final, la historia recurre a algunos golpes bajos (menos de los que utiliza la película, que es muy mala y mucho peor que el libro) que parecían innecesarios.
La lectura fluye bajo un tono de tristeza invasivo que -casi siempre- es a partir de buenos recursos.