The Deuce: los mundos ‘malos’ de David Simon

Le gusta sentir el calor del asfalto en los pies, justo cuando el sol recién sale y empieza a hornear el pavimento. El par de zapatos, tacos altos y finos, los lleva en la mano derecha. Camina sin prisa, con la brutal mochila encima del trabajo terminado, entre borrachos que ya no se pueden levantar, repartidores de diarios y bebidas, encargados que empiezan a barrer la vereda. Hace poco acaba de dejarle la cuota diaria a su ‘pimp’, a su hombre. Por la mañana, a Darlene sólo le queda conformarse con eso y el desayuno: unos huevos revueltos con bacon. Mucho bacon.

The Deuce, una serie de HBO estrenada en 2017 y de ocho capítulos, es la última creación de David Simon, quizás el nombre más importante de la era dorada de la televisión. O el de más prestigio, probablemente.

En su última serie, David Simon vuelve al único tema que lo desvive: lo malo del mundo. En su cabeza, no parece haber gente mala pero sí un mundo malo. En The Wire, ni siquiera los narcotraficantes eran malos, sólo víctimas de un lugar en el que no quedaba más que vender droga, matar gente y ganar plata. En Treme, ni lo inexplicable del huracán Katrina se percibía como una fuerza de la naturaleza feroz y terrible. Era el gobierno que no ayudaba a recuperar, eran las fuerzas de seguridad que carecían de honestidad, eran los empresarios que aprovechaban y robaban más plata. En Show Me a Hero, Nick Wasicsko le tuvo que decir adiós a la vida porque el sistema político lo había dejado noqueado.

En The Deuce, los hombres que explotan a las mujeres y viven de ellas no son más que peones. Los policías que miran hacia otro lado, una pieza más. Los mafiosos que mueven las cuerdas para un lado y otro, un trozo de una máquina gigante. Se llama sistema. Y no hay mucho para hacer.

Esa caminata indignada por las calles de Nueva York de los 70 de Darlene, una prostituta negra, joven, que usa una peluca larga casi hasta la cintura y disfruta mucho más que cualquier cosa cuando uno de sus clientes sólo le pide que se acuesta con él en la cama y vean una película juntos, es el símbolo de su realidad. Su mundo es tan malo que esos pies calentitos por el pavimento son mejor que volver al infierno de su pueblito.

Todas las series de David Simon tuvieron un tema y un concepto. En The Wire, el tema es la vida en las calles y, en cada temporada, un subtema que iba desde la política hasta la educación. El concepto era una frase de Jimmy McNulty: “Shit never fucking change”. Pasara lo que pasara, la vida en Baltimore iba a seguir siendo igual. En Treme, el tema era la vida post Katrina en Nueva Orleans. El concepto, la reconstrucción.

En The Deuce, el nombre de una zona de Nueva York relacionada a las zonas liberadas, el tema es la prostitución, el nacimiento de la industria porno y la corrupción, entre otras cosas. Pero el concepto es menos específico: quizás es sólo una especie de crónica de la ciudad en los 70, salvaje y espectacular, dinámica y caliente. Quizás es una obra más para volver a exhibir lo malo del mundo. Y, aunque no tenga una definición exacta, un foco evidente, la serie se destaca por ser verdadera, real. Desde el sexo sucio a las lágrimas. De los abusos a los insultos. Del lenguaje callejero al vestuario verosímil.

HBO ya confirmó que habrá una segunda temporada, algo normal y respetuoso para el hombre que les asegura marca y fundamento (Game of Thrones, por otro lado, equilibra la balanza con rating y dinero). Y está bien que esta historia continúe. Porque, aunque algunos personajes quedaron a mitad de camino, David Simon, siempre tan bueno con la estética, siempre tan certero con la música, se preocupa por su evolución, por mostrar sus cambios, por hacerlos ricos en tamiz y características.

Darlene se conforma con los pies calientes, pero Candy no. Ella apunta a más. Quiere desconfigurar su vida, encuentra un hueco en la filmación de sexo. Entiende qué excita a la gente, sabe cómo hablarle a los actores, tiene idea. Pero a Ruby no le queda casi nada. Acepta cualquier cliente, tolera lo que sea. Y es eso. No hay nada más. Alrededor de ellos giran una serie de personajes bastante particulares (el cocinero de la cafetería, los ‘pimps’, los policías).

Y está Frankie Martino (James Franco). Es una especie de espectador de lujo de estos mundos bajos. Es ambigüo y contradictorio. El hombre que, atrás de la barra de un bar, actúa de la única manera que se puede en un lugar así: baja la mirada, no hace muchas preguntas y resuelve.