Los alumnos de los colegios lo saben muy bien. Si le preguntaran a Mike, Dustin o Lucas lo podrían resolver sin problemas. Hay profesores que mantienen las estructuras de sus exámenes año tras año. De diez preguntas, retocan dos o tres cositas y mantienen la esencia. Es decir: lo que le pregunta a sus estudiantes es lo mismo. Una y otra vez. Entonces, sólo hace falta pedirle la prueba a un alumno del año anterior. Problema resuelto.
Stranger Things 2 tiene mucho de ese profesor de ciencias sociales que decide no trabajar de más, que reconoce que con eso le alcanzará.
La creación de Matt y Ross Duffer se presentó en el 2016 como una serie fresca y original. Tuvo la buena idea de dar un paso atrás. En tiempos de locura digital, se situó en una época mucho más inocente y nostálgica. Desde ahí, repodujo lenguajes, chistes y desarrollos que parecían perdidos pero que resultaron muy divertidos. En la segunda parte, no hizo más que repetir la fórmula. Y, aunque la historia se mantiene con una base de calidad, es más de lo mismo.
Netflix, una plataforma muy superior en cuanto a desarrollo pero menor en lo referido a lo artístico, está atrapado en un dilema de negocios. Simplemente no va a dejar de producir una serie que le da réditos por más que esa historia merezca terminar antes. Stranger Things, quedó claro con la segunda temporada, merecía terminar antes.
La magia de la primera parte se reduce a pocos momentos. El mundo ya está expuesto. Eran chicos en bicicleta que con su forma de ser, su manera de vivir, hacían entender que ya no había vuelta atrás. Que el 2016 era una patada en la cabeza contra la lucha de mirarse a los ojos, pedalear entre amigos o competir en juegos de mesa. Pero esa idea ya estaba agotada.
En la segunda temporada, Stranger Things es más de lo mismo. O aún peor. Regala algunos elementos de la primera parte y pierde intensidad. Antes había un grupo de científicos que representaban al Gobierno y tomaban la figura del poder imparable y oculto, capaz de llevarse a todo por delante. Ahora ni siquiera hay un ‘enemigo’ consistente, un mal que una al grupo ante la adversidad (no, una sombra gigante sin cara, que no habla ni se conocen sus motivos no puede ser un digno ‘malo’).
El relato abre el juego y busca sumar personajes al mundo Stranger Things (Max arranca muy arriba y después se pincha). Sin embargo, la hamburguesa ya está hecha. Se le puede agregar una lechuga o un tomate, pero la base no cambia.
Aunque el relato se vuelve un poco más oscuro y abraza el terror, la estructura es prácticamente la misma, los personajes están detenidos: ninguno de los chicos evoluciona. Son todos nerds. Nerds de los entrañables. Mike es el líder. Lucas el polifuncional. Will el problemático y protegido. Dustin el chistoso. Eleven, la diferente. Joyce representa a la mamá temerosa y Jim al sheriff patriarcal. En esta segunda parte, sus reacciones resultan mucho más previsibles y sus acciones menos espontáneas.
Uno de los capítulos más vulnerables de la segunda parte tienen que ver con Eleven. El momento en el que deja su casa y parte a conocer a su ‘hermana’. Básicamente, es un capítulo de superhéroes anónimos sin ningún tipo de interés ni aporte. El relato se distrae y pierde fuerza en una construcción del personaje que quizás se podría haber hecho de otra manera. Lo que se sabía de la primera temporada es que ella quería estar con sus nuevos amigos. El tema de sus poderes resulta secundario. Nada de eso cambia.
Hay varios volantazos al borde de lo malo. Trucos repetidos (sí, otra vez Should I Stay or Should I go para mover a Will). El encuentro del hermano de Max con la madre de Mike, a lo American Pie. La cuestión de Barb, un personaje más que secundario de la primera temporada que ahora se convierte en un duelo inaguantable para Nancy.
La última secuencia es un golpe final y definitivo a las aspiraciones de la historia. Aunque parecía que no podía pasar, Netflix vuelve a dejar abierto el ¿conflicto?, en un cierre que hace recordar mucho al de la primera temporada. En loop, no mucho más que eso.
Repetido. Lo peor que le podía pasar a una serie que se hizo popular por, desde lo simple, noble y clásico, ser diferente al resto.