Zama, o el cine según Lucrecia Martel

En el fondo de pantalla se ve una imagen bastante hipnótica de su última película, Zama. Cuatro tipos sobre unos caballos. El de adelante y el de atrás cargan unas lanzas. Hay pasto largo, agua hasta las rodillas y palmeras. Muchos colores.

El escritorio de la computadora está vacío salvo por una carpeta ubicada prolijamente arriba a la derecha con el nombre “Charla Lugones”. Hace una breve mención a la casa de su abuela, a una imagen que la transportaba, y clickea. “Esta no es…esta tampoco…uy, no está”.

A Lucrecia Martel no le da vergüenza admitirlo: dice que tenía que llevar seis fotos para la charla. Y se olvidó una. La imagen que quería exhibir es de la obra La noche estrellada, de Van Gogh. Y la que termina mostrando es El sembrador, del mismo autor. La idea, comenta con improvisación y rapidez, es más o menos la misma. Primero explica el concepto de alguien que se transporta. Cuando ella huele la mezcla entre la manteca y el azúcar, viaja al recuerdo de su abuela, en Salta. Cuando ve La noche estrellada, también. Porque ese cuadro, esa reproducción, estaba en una de las paredes de la casa.

Tiene conceptos muy pensados, demasiado tamizados, pesados. Necesita, en su charla en la sala Lugones -repleta de gente que hizo la cola bastante antes de que se repartieran las entradas, felices de no formar parte del grupo de unas 100 personas que se quedó con las manos vacías-, hablar de lo bueno que le resulta Van Gogh, por ejemplo. O mencionar que su sobrino ingeniero lo va a retar si no explica con precisión un detalle. O que su hermano es antropólogo y en el grupo familiar de Whatsapp dejó una buena semblanza sobre la lupa en el pasado.

Alcanzan algunos  minutos para entender bastantes cosas. Lo más evidente: la cabeza de Lucrecia Martel no parece filtrar casi nada entre su vida real y su cine. En unos 30 minutos de charla, en lo que dice, en la manera en la que organizó la charla, está toda su filmografía. Dispersa. Brillante. Hipnótica. Desorganizada. Atractiva. Verdadera. Compleja. Real.

Habla de la sensación de la inmersión. De lo fácil que es sentirse como en una especie de mundo diferente cuando uno está en el fondo de una pileta. Y también de lo poco que la gente aprecia el aire. Vivir en una pileta de aire. La pileta de aire que sólo notan los que alguna vez les faltó el aire, como a ella, que tuvo asma desde su infancia.

Parece correr atrás de los conceptos, desesperada por transmitir parte de lo que sabe o lo que estuvo pensando en los últimos días. No llega a cerrar casi ninguno de los temas. Salta de un lado a otro, expulsa anécdotas, teorías, sensaciones sin orden.

Martel, que está vestida como para que nadie considere valioso describir cómo está vestida (pantalón negro con cinturón marrón, ¿zapatillas? negras, un saco sobre una remera y los anteojos que ya tienen su sello), agarra un tarro transparente donde se podrían guardar galletitas o café (“lo compré en Coto”, dice, porque tiene sentido del humor y porque parece interesada en que su público ría) y explica su tesis más trascendente. Prende la luz de su celular. Pone al aparato en la parte de abajo, con la luz apuntando hacia arriba. El celular podría ser una persona que está acostada sobre el fondo de una pileta, explica. ¿Qué pasaría si cambiáramos la posición de la luz? Entonces, ubica al celular en la parte de atrás, y da vuelta el tarro, lo pone de costado. Entonces, el “truco”, como dice ella, hace que el tarro sea la parte de las butacas de una sala de cine y la luz del celular, la pantalla.

A algunos espectadores les habrá parecido un detalle divertido o un buen truco de magia. La realidad es que, en esa secuencia, Martel (que desliza algunos conceptos políticos que parecen salidos desde el hartazgo a lo divisorio) se expuso como alguien que es mucho más que una directora de cine, se mostró como una artista que se preocupa por el tiempo (“los aimaras caminaban para atrás hacia el futuro para ver de frente el pasado”) y el espacio. La directora, de 50 años, explica que lo que hay atrás de la pantalla es un mundo infinito que no se puede abarcar, salvo por el sonido. El sonido es la única manera de que todo eso que hay atrás tenga una representación más o menos justa. Para ella, a veces más cercana a la ciencia que a lo artístico, la imagen es mucho menos que los ruidos, la música, los colores que ofrece la sonoridad, su ‘tridimensionalidad’.

Y es espectacular.

En Zama, la película que se estrena el 28 de septiembre en la Argentina, Martel le grita al mundo que la historia que se contó no necesariamente es la historia que pasó. Exhibe que, para acercarse lo más posible a la realidad, se necesitan más relatos paralelos como el de ella. Que el hombre blanco fue el único que dejó un antecedente más o menos válido sobre lo que pasó cuando se abalanzaron sobre el nuevo mundo.

Es probable que Zama, con tono literario no sólo por estar basada en el libro de Di Benedetto, sea la película con más altibajos de Martel. Tiene muchas repeticiones, probablemente por esta idea del paso del tiempo, por la intención de mostrar la degradación del personaje principal, desesperado por escapar del río, ese lugar horrible, lleno de moscas, con suciedad y animales por todos lados. Volver a España. Como sea.

Es, también, el film  (con un toque de Aguirre, de Herzog, y El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra, por poner el foco en el colonialismo desde la historia que no se contó) que más se aleja de lo verosímil, el que más se acerca a lo que podrían ser los sueños o las fantasías, otro detalle que rebota de diferentes formas al relato, que cada tanto se dispersa un poco, especialmente en la primera hora.

Todavía no se anima a una voz en off que vaya aleccionando sobre las diferentes secuencias de la historia, pero sí se acerca al estilo de Malick (hay momentos en los que el sonido del diálogo entre los personajes desaparece a cambio de la voz de sólo uno de ellos, como si estuviera viendo la escena desde afuera, un típico recurso del director de El árbol de la vida). Por momentos, se acerca a la brillantez de La delgada línea roja. Por otros, a la dispersión de To the Wonder.

Los últimos 35 minutos son una salvajada. El western más espectacular. El tramo final de la historia es lo que le da sentido al resto. Porque Zama, el protagonista, ya está jugado. Y, en ese mundo, ‘estar jugado’ significa que puede pasar cualquier cosa. Martel se desenfrena, pierde el costado místico-contemplativo y sacude cabezas.

En dos horas, Zama intenta abarcar ese ‘atrás’ de la pantalla, ese infinito. También pretende ser ese aimara que camina hacia atrás. Le interesa la idea de transportarse, ser el cuadro de Van Gogh. Se idealiza con ser una parte de la educación no formal, la que cuenta la otra historia. Se conforma en no pararse en bases narrativas conservadoras.

Arriesga. Escapa. Se distrae. Contempla. Vuelve a contemplar. No cuenta todo, no dice mucho, no explica nada. Deja fluir, deja escuchar, deja ver. Deja impresionar. No se apura ni un poco, no se vuelve lenta. Tiene un evidente sentido de lo regional.

Es Zama. O el cine según Lucrecia Martel.