Flexiona un poco las rodillas y pega los brazos a los costados del cuerpo. Se inclina para un lado y otro. Adelanta la cabeza y luego retrocede. En puntas de pie, con la pierna derecha un poco más adelante. “¿Ves? Así se para. Una invitación al golpe”.
Un tablero de ajedrez sobre una mesita de luz. Las piezas brillan. El Guernica, de Picasso. Las sillas, de Van Gogh. Y, alrededor, unos dos mil libros. Abelardo Castillo se levanta de uno de los sillones y empieza a imitar los movimientos de Maravilla Martínez. Está seguro de que se trata de un buen boxeador que, si no se cuida, podría perder todo lo que consiguió. Él pretende demostrarlo. Él quiere dar a entender que, por la postura del boxeador, que hace unos días venció a Julio César Chávez Jr., en Las Vegas, en lo que pudo haber sido la pelea más popular en Argentina desde la época de Monzón, sus tiempos de rey podrían ser cortos.
“Los grandes boxeadores, Ray Sugar Leonard o Locche, que pelean con los brazos bajos, no dan la cara. Él, sí”, dice Castillo. Y yo no paro de preguntarle cosas. Al fin, me escucha con interés.
Recién había terminado de leer sus cuentos completos. Me habían parecido tan buenos que tuve el egoísta pensamiento de conocerlo. Es decir, podía hacerle una entrevista. Pero, en realidad, mi objetivo no era la nota. Yo quería escucharlo, pretendía oler su sala de trabajo, necesitaba mirarlo a los ojos. Soñaba con que me contagiara un poco de él.
Su libro de cuentos, la edición de Alfaguara del 2012, en la que aparece su cara en la tapa con un fondo verde, destila sabiduría en cada uno de sus textos, pero también dolor, resentimiento y realidad. Es un romántico consumido por una vida que nunca llega a ser. Sus cuentos generan pasión y empatía. Una obra que tiene un hilo en común: el de la maestría para contar. Polémico, incómodo. El candelabro de plata, Also sprach el señor Núñez, Fordham, 1994, El desertor, El asesino intachable. Todos relatos de un narrador fuera de serie.
En su casa de Congreso hay que subir una escalera empinada para llegar al piso en el que Abelardo Castillo trabaja y vive. Sylvia, su mujer, abre la puerta y me hace esperar en uno de los sillones. Él se hace desear, llega unos minutos después. Saludo formal, cara seria.
En una habitación no muy grande, silenciosa e iluminada artificialmente, con un retrato de Kafka y otro del propio Castillo hace más de 40 años, las paredes no se ven. La biblioteca abruma. Hay también un escritorio negro con una computadora prendida y varios papeles sueltos.
Mi idea era hacer algo informal. Sugerirle ideas más bien generales y dejarlo hablar mucho. Pero todo empezó mal.
La primera pregunta casi que no la quiso contestar.
-¿Qué lugar considera que ocupa en la literatura?
-Un escritor se juzga a sí mismo no por lo que es, sino por lo que aspira a ser, lo que cree ser, lo que imagina ser o lo que sueña ser. Los títulos se los dejo a otros. ¿Qué sabemos lo que significa la palabra “lugar” o “puesto” en la medida en que no sabemos cómo se cerró el ciclo en nuestro tiempo respecto a la cultura? Si la pregunta del lugar que ocupo se la hubieran hecho a Kafka habría pensado que estaba en el último lugar, porque no se sentía escritor y sentía que lo que hoy juzgamos como una obra fundamental, La metamorfosis, era un libro frustrado
La segunda pregunta no le terminó de motivar.
-¿Se cumplieron los sueños que tenía cuando comenzó a escribir?
-Si son sueños o proyectos de verdad, nunca se cumplen. Si es así, es porque el deseo fue muy inferior o muy poco comprometido. Nadie cumple, en absoluto, aquello que se propone hacer. Cuando Sartre dice en El ser y la nada que el hombre era una pasión inútil y además lo ve como un proyecto que siempre tiende al fracaso, está hablando de la condición humana. El hombre es un proceso en construcción que no termina de hacerse.
Y la tercera fue la que me terminó de devastar.
-¿Es feliz?
-Te diría que tu pregunta es casi una falta de decoro… Nadie es feliz. La felicidad es sólo una palabra. Tengo momentos de dicha, de alegría, pero la felicidad es un absoluto. Los hombres no estamos hechos para lo absoluto, sino para lo transitorio. ¿Cómo se puede ser feliz en un mundo en el que hay guerras cada cinco minutos, enfermedades y la pobreza es la condición esencial y no el vivir honradamente? Decir que uno es feliz es una confesión de ser un tremendo egoísta y de una persona que no puede ver más allá de su ventana. Serán felices los ángeles del cielo o los santos canonizados que tocan el arpa en algún lugar de la mitología religiosa. Un hombre no puede ser feliz y honrado. Salís a la puerta y acá, a 20 metros, hay dos hombres durmiendo en el suelo, ¿qué clase de felicidad podés tener en eso?
Abelardo Castillo parece indignado. O aburrido. A esa altura, la situación ya parece insalvable.
Mente bloqueada, blanco total. Ya no sé qué preguntarle sin que me devuelva una clase teórica espectacular y brillante, pero basada en lo mal planteada de mis preguntas. Sin querer, me salió:
-¿Qué deportes le gustan?
-El tenis y el boxeo. Son los que más me interesan tal vez porque son individuales, porque se enfrentan un hombre contra un hombre.
-Ah…¿y vio la pelea de Maravilla Martínez con Chávez o…?
-Sí, claro que la vi. La vi dos veces, de hecho.
-Ah…yo viajé a cubrirla a Las Vegas.
Al fin, Abelardo Castillo abre los ojos un poco más de la cuenta y luce algo más interesado en mí.
Me salvó Maravilla Martínez.
-¿Y con quién va a pelear ahora? Que no sea con Mayweather, eh…porque creo que no le pueda ganar.
-Hay varias posibilidades, pero diría que apuntarán a la revancha con Chávez.
-Claro, sí…quizás deportivamente no es tan atractiva, pero imagino el negocio…
El papá de Abelardo Castillo fue entrenador y tuvo a algunos campeones argentinos, como Rinaldo Ansaloni o Lorenzo García. Él creció entre libros y sueños de letras, pero también alrededor de gimnasios. En San Pedro, su ciudad, olió las vendas húmedas por el sudor, se manchó con alguna gota de sangre desde el ringside y sintió miedo cuando tuvo que enfrentarse mano a mano ante algún otro ignoto boxeador.
De boxeo sabe, tiene historia. Así describe cuando estuvo por primera vez con Nicolino Locche.
-Una noche inolvidable. Su entrenador era amigo de mi papá y comí con él y Bermúdez (“Paco”, maestro de Locche). Mi papá venía hablando de los reflejos de Nicolino y Bermúdez nos decía que era algo distintivo, natural. Cuando nos sentamos a la mesa, Bermúdez tomó un tenedor y se lo lanzó a Nicolino. Locche, sin levantar la vista, agarró el tenedor en el aire y preguntó: “¿Eh, loco, qué pasa?”. Y Bermúdez nos dijo: “Vieron, es natural lo de los reflejos”. Dentro del boxeo, era lo más parecido a un showman. Era un grandísimo boxeador.
Me habló de sus cuentos de boxeo. Mencionamos los de Cortázar y Hemingway.
-Uno de los que más me gusta es “Cincuenta a lo grande”, de Hemingway. Era un escritor que sabía de boxeo mucho más que Cortázar. Él le enseñaba a boxear a Ezra Pound a cambio de lecciones sobre literatura. Y también boxeaba: era un grandote destinado a que lo fajen. En su categoría, de 90 kilos, tenés que pelear muy bien. Y él no era especialmente atlético. Su vida, tomando, fumando y acostándose con mujeres, no era especialmente la de un deportista de alto rendimiento.
Le pregunté por Hemingway, si alguna vez había visitado su casa en Cuba. “No”, me dice, seco. “¿No fue a Cuba, no?”, le pregunto. “No, no conozco otro país salvo Uruguay. No me gusta viajar, no me metería en un avión, esa especie de pájaro gigante eléctrico sólo para conocer un lugar nuevo”, argumenta.
“Me veo hablando con más pasión de esto que de literatura”, dice en un momento, mientras sonríe.
Yo ya tengo ganada la pelea. Mí pelea.
Me habló de las épocas en las que iba a ver boxeo al Luna Park. “Lo vi pelear a Locche, sí. No me gusta todo el boxeo, sino algunos boxeadores. Me gustaba Mano de Piedra Durán, Campanino (Miguel) y Bonavena (Ringo), en cuanto a su personalidad. Creo que era un talento notable en el sentido espiritual, no me gustaba como boxeador. Era un hombre de prodigioso sentido del humor”.
También de sus cuentos sobre boxeo: “Uno directamente (“Negro Ortega”, un relato borgeano de cómo vive una pelea un boxeador, mezclado con diferentes discursos; la voz de un relator deportivo, los pasajes bíblicos, los pensamientos interiores de Ortega, que tiene un final no del todo triunfador) y otro no tanto, que es “Réquiem para Marcial Palma”, sobre dos ladrones que uno se relaciona con el boxeo”.
-¿Usted era bueno boxeando?
-Bueno, creo que habría que preguntarle a los que me vieron, no creo que me corresponda a mí decirlo.
Castillo, que murió esta semana, a los 82 años, vuelve a ser el escritor duro que necesita de preguntas perfectamente formuladas, precisas, exactas. Pero, de golpe, levanta la mirada. Deja pasar unos segundos en silencio. Pensativo, mira al piso y lanza: “Lo único que puedo decir es que subí diez veces a un ring y nunca perdí”.
Exploto de la risa.
Sobre el final, mientras caminaba hacia la puerta de salida, no dudé. Saqué mi libro de la mochila y le pedí que me lo firmara. Lo venía pensando antes de encontrarme con él y no estaba muy seguro de hacerlo. Pero, a esa altura, no me generaba nada raro.
A él pareció gustarle. Recibió el libro y fue a buscar una lapicera con pluma muy fina. Así fue su dedicatoria.
Para Lucas, después de una agradable charla sobre los temas más imprevistos. Un abrazo,
26/09/2012