Horace and Pete: la obra maestra no podía llegar por otro lado

“Hell no. I can’t complain about my problems”

Hay que llegar con la cabeza fresca. Se necesita no tener la mente contaminada. Los que están adentro pueden ser los mejores, pero los de afuera, por ver las cosas con inocente espontaneidad, representan a los que de verdad tienen recursos para cambiar el paradigma. Louis C.K. lo hizo. No formó parte de Netflix, tampoco de HBO, mucho menos de AMC, los grandes canales de televisión que dominan el mundo de las series. El ¿actor? ¿comediante? ¿guionista? se largó solo a hacer un programa de televisión transmitido a través de un sitio web en el que se debía pagar para ver los capítulos (unos 30 dólares para apreciar la primera temporada, de diez episodios).

El formato, en realidad, es lo de menos. La cuestión importante, fundamental, es que Louis hizo una serie a partir de sus propios parámetros en todos los sentidos. Él hizo la inversión, él puso el soporte, él asumió el riesgo. Entonces, ¿por qué no probar con algo diferente? Es por eso que las grandes cadenas se alejan cada vez más de las obras verdaderamente trascendentales, como alguna vez lo fueron The Wire o Six Feet Under: tienen miedo, no pueden hacer algo muy bueno porque, en general, se aleja de lo popular. Pero a Louis eso no le importó (acá explica sus razones). Y así nació esta maravilla: Horace and Pete.

Todavía quedan algunos lugares así en el mundo. Muy pocos. Es un bar de Brooklyn en el 2016, pero que mantiene las reglas de la vieja escuela. Los celulares no son bienvenidos, los tragos no se mezclan (vodka, whiskey, gin o cerveza, no hay más variantes) y la actividad más valorada es una que parece olvidada: verse a la cara…y hablar. El negocio tiene muchos años de tradición y siempre fue atendido por la misma familia. Al frente de la barra, mítica para un puñado de perdedores, borrachos y fieles, siempre estuvieron un Horace y un Pete, que podían ser hermanos o primos.

¿Por qué la serie es una obra maestra? Hay muchos motivos. La primera gran virtud que se debería mencionar es la inexplicable genialidad de generar climas. El capítulo 3 es todo: una mujer, la ex de Louis, se sienta en el bar a contarle una experiencia mano a mano a él. Hay dos cámaras: una para él, otra para ella. No se mueven, el plano es casi siempre el mismo. Ella describe una secuencia de infidelidad con un hombre viejo. Él escucha. En esos 43 minutos de largas descripciones, de silencios, de miradas, está la grandeza de Horace and Pete.

No se termina de entender qué es. ¿Teatro televisado? Por momentos lo parece. Pocas cámaras, una escenografía rústica, un ritmo que se toma su tiempo para todo. ¿Televisión? ¿Cine? No hay respuesta, pero qué bien hace no tener respuesta.

La primera temporada no tiene ningún tipo de ataduras. Hay capítulos que duran 35 minutos, otros algo más de una hora. Como esto no tiene que ver con un programa de TV clásico, las reglas no están escritas y esa incertidumbre juega a la perfección. Acá el rating no manda. Directamente no existe.

Las preguntas que genera son obvias: ¿y ahora? ¿Qué va a pasar? ¿Cuál será la próxima locura?

La serie sigue principalmente a Horace (Louis C.K.) y su relación con el mundo que lo rodea, pero genera una curiosidad permanente por los otros personajes, principalmente, claro, por Pete (todos de pie para seguir aplaudiendo a Steve Buscemi).

El relato destila una melancolía lenta y silenciosa, mucho más cuando suena la música de Paul Simon al final de cada capítulo. Hay política (¡se puede tomar 15 minutos para hablar de los conservadores o liberales!). Sexo. Blancos. Negros. Abusos de poder. Conflictos familiares. La historia, lejos de presentar una estructura formal, tiene mucho para decir: pretende hablar de la vida y todos sus problemas, pero también de los (pocos) buenos momentos, esos que hacen que Horace and Pete, más que un bar, sea un sello familiar que no se puede romper.