La tortuga roja: el sueño más hermoso de todos

Para ver las cosas de verdad, se necesita un poco de matiz. Es como si la nitidez de las nuevas tecnologías no fuera lo suficientemente certera. Que la arena blanca brille. Que los frutos se mezclen entre las plantas. Que las olas cubran los pies con sensibilidad. Que las sombras se proyecten en el agua. Una pintura.

No hay palabras. Ni un diálogo, ni una línea de texto. Algún que otro grito aislado, quizás. Un atracón con falta de respiración, también. Una sensación de que no hace falta hablar. Una poesía.

Una tortuga gigante. Roja. Mala. Buena. Encantadora. Que está ahí, que quiere algo. Que desafía. Una tortuga hecha mujer. Un hijo que parece una tortuga. Una idea de que todo puede ser mentira, una realidad paralela. Una fantasía.

¿Y qué pasa si, en realidad, alcanza con la arena, el mar y los árboles? ¿Y qué pasa si no se necesita más? ¿Qué tal si los cangrejitos que van por todos lados pueden ser buenos amigos? ¿Qué tiene de malo que las tortugas sean tan fieles? ¿Qué más cómodo que un pasto largo? ¿Qué mejor que el sol como guía? Un paraíso.

La lluvia se anuncia como si alguien se acercara a atacar. Las olas se prenden con sensibilidad, compañeras. A veces, también furiosas. Las hojas bailan con el viento y anticipan lo que se viene. La música aparece en los sueños. Un par de violines, quizás algún contrabajo. Una canción.

¿Y si todo es mentira? ¿Y si la realidad murió antes que todo? ¿Y si sólo es imaginación? Ni idea. Un cuento, una fantasía.

La tortuga roja, de Michael Dudok de Wit, es todas esas cosas juntas.

Studio Ghibli se acercó a este director holandés y le preguntó dos cosas. Uno: si podía distribuir su coqueto corto animado ganador del Oscar, Padre e hija. Dos: si quería dirigir una película para ellos. La primera obra no japonesa del estudio de animación más prestigioso del mundo resultó una forma de arte a la altura de cualquiera de las de Miyazaki o Isao Takahata, el productor ejecutivo del film.

La tortuga roja, nominada al Oscar 2017 como mejor film de animación (y que probablemente nunca llegue al cine, como tampoco llegó -por ejemplo- la fascinante El cuento de la princesa Kaguya), es una especie de retrato existencial, gigante y ambicioso. En menos de una hora y media, el pincel presenta a la vida misma.

No tiene sentido contar de qué se trata la historia. Quizás ni siquiera se pueda determinar. Lo importante es que sobre esas paletas de colores maravillosos aflora con fuerza el sentido de la libertad, el miedo, el perdón, la reacción humana ante situaciones límite, el amor, el padre que entiende al hijo, el hijo que le suelta la mano a los padres. Está todo.

En el medio de toda esa locura, una historia contada con tenso placer (¡qué inolvidable la segunda secuencia de la tortuga, cuando queda cara a cara con él! ¡Qué inolvidable!). El relato hipnotiza para siempre.

Una pintura. Una poesía. Un fantasía. Un paraíso. Una canción. Un cuento. Cuando una obra destruye a los paradigmas normales y se anima -con tan buenos resultados- a explotar otras cosas, deja una huella imborrable, como las pisadas de un hombre sobre una isla desierta. La tortuga roja es mucho más que una película: es un sueño hermoso del que nunca quisiera despertar.