Ya no le queda casi nada de azúcar al viejo Woody. En Café Society, regala un océano de grises. En Hombre Irracional, su última película, daba algunos indicios de flaqueza, como buena parte de su filmografía en los últimos quince o veinte años. Todo demasiado liviano. Pero, en su última obra, no quedan dudas.
Lo que transmite Café Society es que no se puede disfrutar de la calidad de Woody Allen como director cuando lo que se entrega es tan vacío. Es como si los planos fueran una especie de copias de sus propios grandes éxitos. Nada enamora, nada contagia, nada queda impregnado.
Woody Allen fue una voz. En Manhattan, regaló el poema más hermoso que alguien le haya hecho a una ciudad. En Annie Hall, contó una inolvidable historia de amor. En Crímenes y pecados habló de la culpa, la moral. En Días de radio, de la melancolía.
Existencialismo. Infidelidad. Judaísmo. Literatura. Cine. Sexualidad.
En Café Society, el alter ego de Woody Allen es Bobby, un joven que va en busca de la vida sin ningún particular encanto. A diferencia de los personajes que interpretaba el propio Woody, este es uno que carece de ideas. Bobby no habla de los problemas de la vida, de cómo funciona el mundo, de lo imposible de ser feliz (hay un personaje que pretende hacer eso, como si fuera introducido para que el director se quitara algo de culpa, pero queda muy descolgado).
Bobby (¿Woody Allen?) no tiene nada para decir más que la historia de su amor que no fue.
Es una forma de relato muy poco exigente. Sí, en la película está el típico triángulo amoroso, hay miradas a la época dorada de Hollywood o a la construcción de los grupos mafiosos en Nueva York. Pero no hay un hilo que ate a los personajes. No se perciben emociones fuertes. El deseo, ese sentimiento que parecen sentir los personajes principales (sí, Kristen Stewart puede estar para cosas grandes), no figura.
Café Society es Días de radio, una película que intenta no contar una trama convencional sino regalar secuencias que deriven en emociones (porque el foco nunca se pone en uno o dos personajes sino en varios). Pero una hacía reír y llorar, protestar y festejar. La otra, casi nada (sólo se pone lindo en algunos momentos de fiestas en el club que maneja Bobby; pura calidad en la filmación).
Woody Allen puede satisfacer al público que no exige nada, al que se conforma con un par de ironías y chistes sobre el judaísmo, al que se ríe alocadamente con una esposa que trata de inútil a su marido.
La secuencia que termina por derribar todo es la de la prostituta. A Bobby le agarra culpa y sólo quiere pagarle para que se vaya. Ella se pone a llorar por el destrato. Falta de todo en esas escenas. Y es imposible no pensar en la prostituta negra de Deconstructing Harry, llena de vitalidad, realismo y agresividad.
En su última película, uno de los grandes directores de la historia cae en la desgracia del aburrimiento. Se dispersa, como cualquier trabajo hecho a medias.
Light, Woody Allen, dolorosamente light.