El punto de vista irrepetible y único

Haidar está seguro que va a llamar la atención de los soldados estadounidenses. Sobre las orillas del río Éufrates, de la ciudad de Hit, a unos kilómetros de Bagdad, tira bengalas rojas y verdes que vuelan varios metros sobre el agua y hace explotar algunos petardos que suenan como bombas. Juega un poco a la guerra.

Se imagina que alguien le va a decir algo. Percibe que lo que hace desafía las reglas, transgrede. No lo dice, pero parece como si quisiera ponerse al hombro el conflicto. Que se acerquen un par de soldaditos yanquis y les diga bien claro que ya no los quiere ahí. Que gracias por sacar a Saddam, pero que es suficiente. Que necesita volver al colegio y a su casa. Que quiere salir a jugar con sus amigos, explorar la calle, hablar con la gente. Que pretende que sus hermanos terminen la facultad. Que no quiere sentir más miedo.

Tiene 11 años y sólo usa dos remeras: una, de algodón, con los dibujos de los Supercampeones. La otra, del Barcelona, la de finas franjas verticales que usaban Rivaldo y Kluivert. Se acostumbró a vivir con una cámara al lado, como si fuera una más de la familia. Él sabe que cada acto suyo quedará registrado. Entonces, ya no sonríe cada vez que lo filman, ni pretende hacer caras extrañas para llamar la atención como hacen el resto de los chicos. Se relaja y le cede su mirada, su manera de ver las cosas, a su tío Abbas Fahdel, el hombre que lo sigue con la cámara.

Homeland, Irak año cero (¡Rosellini, claro que sí!) es la mirada de la invasión de Estados Unidos a Irak del 2002 bajo los ojos de un chico de once años que dejó de ir al colegio, una joven estudiante de veintipico que sueña con terminar ingeniería, un actor de más de 50 que ya no puede trabajar, una ama de casa de cuarenta y tantos que se preocupa porque no le falte nada a nadie, una adolescente que teme que no podrá casarse.

La película, un documental de casi ¡seis horas! que relata en dos partes (antes y después de la invasión) cómo vivió el pueblo de Irak la guerra, es un punto de vista irrepetible y único, especialmente para el mundo occidental. Cámara en mano, Abbas Fahdel camina por uno de los bazares de Bagdad. Con paciencia, se detiene en los detalles. Una conversación entre un verdulero y su cliente. La sonrisa de un vendedor de telas. La curiosidad de los que caminan para un lado y otro en los angostos pasillos. Cuando un mozo que lleva una bandeja con un par de tés en la mano le dice “Hola, mister”, él lo frena. “No, no me digas ‘mister’. Soy iraquí”.

Esa secuencia es la clave por la que la película es tan extraordinaria. Porque el punto de vista que ofrece la cámara del director sólo podría haber sido conseguido por él y muy pocas otras personas en el mundo. Porque sólo él puede mostrar a esa familia de clase media-alta que prepara un pozo en el jardín de su casa por si en algún momento llega la guerra y se quedan sin agua. Sólo él está habilitado a entrar en los mercados, en un casamiento, en una universidad. Sólo él tiene acceso a la otra cara de la guerra. Sólo él, con imágenes verdaderas, puras y escalofriantes, pero repletas de sensibilidad, es capaz de dejar en ridículo a un director como Clint Eastwood, que hace un tiempo intentó mostrar parte de ese mismo mundo, o a toda la prensa del mundo. Puras caricaturas.

Desde la mirada de esa familia, el poder político queda deteriorado para siempre. Saddam es un payaso que sólo sabe aparecer en las propagandas de la televisión. Los soldados de Estados Unidos, los que sacaron al dictador, son aún más negligentes. Como fuerza invasora es incapaz de mantener el orden. No tiene un plan, no tiene un cuidado, no le importa nada.

Sí, el director falló en la edición. La película es fascinante y casi no aburre, pero tiene momentos repetitivos o innecesarios (¿por qué no la habrá podido cortar? ¿habrá creído que todas las secuencias eran muy buenas o, al revés, tuvo inseguridad y decidió respaldar su relato con todo lo que tenía a mano?).

La excesiva duración es sólo un detalle para tremenda obra. Fahdel filma con el corazón en la mano, pero tiene una frialdad alucinante para decidir cómo mostrar su relato. Por eso, cada primer plano a la cara de los iraquíes es una caricia al buen gusto. Cada juego con los sonidos del ambiente o la música es perfecto. Cada plano tiene un instinto sobrenatural para captar lo verdaderamente trascendental. Cada seguimiento a los chicos, tan imparciales y reales, es el termómetro perfecto de lo que pasa en ese país, caótico, árabe, simpático.

Homeland se construye con evidente paciencia y termina con un golpe de nocaut que desacomoda. Alrededor de la guerra, esa guerra que pasa por el costado de la gran mayoría, hay una realidad. En Irak, los aviones dejan de volar y las balas casi no se escuchan. Pero de la guerra nadie termina de escaparse nunca.

(#La película se puede ver en el Malba todos los domingos de septiembre, a las 19.30. Tiene un intervalo de unos quince minutos alrededor de las 22. La proyección termina casi a la 1.30)