Stranger Things: el mundo necesita más chicos en bicicleta

Pedalean como si fuera una carrera por sus vidas. No se sabe del todo, es un misterio. Por alguna razón quieren ir rápido. Sentir el viento sobre las caras, desafiar la velocidad, asomarse a la adrenalina. Desafiar al mundo y mirar a los costados: ahí, a los costados, están ellos.

Ellos son los amigos. Los que usan a Radagast, uno de los magos menos conocidos de El Señor de los Anillos, como clave para entrar a la casa en el bosque. Los que cuelgan en sus paredes pósters de Tiburón o La Cosa. Los que tienen en algún lugar de los baúles del sótano al Halcón Milenario.

Van en contra de la corriente. Las chicas casi no los miran. Los más grandes cada tanto les pegan y les hacen bullying. Sus padres no les prestan demasiada atención

¿Y a quién le importa? Se tienen a ellos. Con ellos alcanza para ser felices.

¿Por qué Stranger Things llega tanto? ¿Por qué divierte? ¿Por qué hace llorar? ¿Por qué genera una empatía tan grande con sus personajes?

Stranger Things

Quizás es por esos pibitos que andan en bicicleta y pasan noches enteras compitiendo en juegos de mesa mientras comen todo tipo de comida chatarra. Esos nenes son los mismos que aparecían en E.T., Stand By Me o Los Goonies. Pero la diferencia es que el tiempo jugó un papel clave en el medidor de interés y emociones. El tiempo hizo que estos nenes fueran una muestra de lo que ya no somos. Mike, el líder y más completo, Lucas, el impulsivo y carismático, o Dustin, el desdentado que hace reír a todos, representan al pasado más sano y divertido. Son la historia que ya no existe.

Los personajes de Stranger Things, la serie que Netflix estrenó este año, regalan un viaje hacia atrás y desnudan al mundo de hoy. Ya nada puede volver a ser.

Netflix todavía está en un proceso de construcción. No sabe bien qué es: a veces, es viral con series como House of Cards. Otras, un archivo, como The Office o Breaking Bad. A veces, ganas -fallidas- de ser cool, como en Master of None o Love. Por momentos, una especie de recolector de basura que sólo se preocupa por acumular contenido sin demasiado sentido. Pero, con Stranger Things, eleva la vara (sí, probablemente sea lo mejor que hizo, a la altura de la brillante Making a Murderer).

Una misteriosa desaparición en un pueblo en el que nunca pasa nada. Un policía confundido, con el alma destrozada, listo para volver a vivir. Una parte del Estado que parece necesitada en callar al que sea para que no se destapen ciertas alcantarillas (la parte de la serie que no se termina de entender del todo). Una mamá con el instinto intacto. Unos amigos que no abandonan. 

La idea de los hermanos Duffer es tan simple como genial: ir hacia atrás (mediados de los 80), recurrir a la nostalgia para enseñar una realidad que parece tan cerca como inalcanzable. Stranger Things no tiene puntos bajos: las actuaciones son de alto nivel (Winona Ryder es descomunal, como lo fue el año pasado en la impecable Show me a Hero), la ambientación es perfecta, la música, genial (Should I stay or should I go!),  y la calidad está puesta en todos los detalles. Cuando la intención es transmitir miedo, acompaña la tecnología, el maquillaje y los buenos efectos para que la experiencia sea completa.

¡Sí, esta serie por momentos da miedo! ¡Y es genial!

El único detalle tiene que ver con algo que todavía no se vio. El relato plantea evidentes indicios de continuidad. Todo da a entender que se vendrá una segunda temporada. ¿Con qué necesidad? A Netflix ya le había pasado con Bloodline: le cuesta envolver una primera temporada exitosa, por más que el producto corra el riesgo de deteriorarse en el futuro. La sensación es que si Stranger Things hubiera sido sólo de una parte, era una obra maestra. Ahora, habrá que esperar, con la posibilidad de que se manche una obra imprescindible.

La serie relata una de las grandes historias de amistad de los últimos tiempos. Y el secreto está en esas bicicletas. En esas bicicletas nos vemos los adultos como algo que se nos escapó de las manos. En esas bicicletas, los chicos probablemente percibirán un mundo al que hoy no pueden alcanzar. En esas bicicletas hay un toque romántico y melancólico: el mundo necesita más chicos en bicicleta para que sea un poco mejor. Pero nadie se acuerda muy bien cómo era eso de juntarse, mirarse a la cara y conocerse de verdad.