Sostiene un casco azul con bastante concentración en la mano derecha y un vaso de cerveza en la izquierda. Camina desde una de las primeras filas del Wrigley Field hacia uno de los pasillos del estadio, probablemente en dirección al baño. ¿Por qué agarra el casco así? ¿Se lo habrá tirado un jugador y le quedó de recuerdo? ¿Será alguna especie de cábala? Cuando termina de atravesar las escaleras, un olor bastante agresivo invade a los hinchas que están parados en la parte de atrás de ese sector. Y ahí se descubre: el casco, azul y de plástico, tiene una mezcla de nachos con queso, guacamole, salsa roja y algún otro ingrediente más. Mientras camina, mete la mano en el casco, toma un par de nachos, los mezcla en las salsas y los come. Sobre el piso quedan los restos.
Los Chicago Cubs juegan uno de los partidos más importantes de la temporada, ante uno de sus clásicos, los Cardinals, un equipo de Saint Louis, Missouri. Desde los pasillos internos del estadio se escuchan cada tanto los gritos: “Eeeeeeeeeeeeeeh!” “Go home! (¡A casa!)” y“Let’s go cubbies! (¡Vamos cubbies!)”. Pero el verdadero partido se disputa alejado de las tribunas, donde el juego sólo se puede ver a través de las pantallas gigantes que cuelgan en las columnas y el techo. Panchos, pizza, hamburguesas, comida mexicana y, especialmente, cerveza. Las colas no terminan nunca. La idea, parece, es esperar unos 30 minutos para llegar a la línea de cajas mientras los hinchas hablan entre sí y discuten lo que pasa por la TV.
En el asiento, con un costo mínimo de 50 dólares, o parado atrás de todas las butacas del primer nivel (30 dólares), no se puede ver el juego sin la interrupción de algún vendedor. Es un desfile de productos que no tiene fin. Gorras, helados, pochoclos, agua, gaseosa, un sticker que certifica la primera vez en el Wrigley Field, el estadio de los Cubs en Chicago. Hay empleados del equipo que parecen tener como trabajo hacer sentir bien a la gente. No son sólo acomodadores: le hablan a los hinchas sobre el equipo, les preguntan si están bien, les dicen cuándo van a ser los próximos partidos, les cantan la famosa canción del séptimo inning, “Take Me Out to the Ball Game (Llevame al partido de bésibol)”.
En un partido que dura más de tres horas, los Chicago Cubs pierden 3 a 2. Sí, hay algunos hinchas que se lamentan y tienen bronca. Pero la mayoría sale del estadio entre risas y gritos. Afuera, los cazadores de dólares están listos para vender las camisetas de las estrellas que -ese partido- no brillaron.
La sensación es que el juego es lo de menos. Los hinchas van al estadio a vivir una experiencia que tiene como protagonista al consumo.
Para triunfar en Estados Unidos, para ser verdaderamente popular entre deportes como el football, la NBA o el hockey, el fútbol, la pelota, deberá acomodarse. Y en algo de eso está. En los partidos de la Copa América, se ve a muchos hinchas que abandonan el partido antes del final para ir por una cerveza. O los que llegan tarde porque se quedaron en algún stand de una marca que regalaba algún producto.
La MLS puede preocuparse por contratar a algunas estrellas que tienen demasiado recorrido encima como para atraer a más gente. Pero el secreto pasa por otro lado: en Estados Unidos, el público no necesita tanto del interés por el partido. Lo más importante es que haya estímulos ilimitados. Que no se termine nunca el juego que más la importa a la gente: el juego de la comida, el alcohol, la camiseta y, especialmente, el consumo.