El Río de Janeiro de Arlt, el Río de hoy

“Me rajo, queridos lectores”

Tenía 29 años y era la estrella del diario El Mundo. Su director, Carlos Muzio Sáenz Peña, con algo de presupuesto en el bolsillo y ganas de hacer algo distinto, le dio rienda suelta. Roberto Arlt, que a esa edad ya había escrito El juguete rabioso (una simpática novela) y Los siete locos (una obra maestra), era libre. Podía volar: “¡Viajar! ¡Viajar! ¿Cuál de nosotros, muchachos porteños, no tenemos ese sueño?”.

Las crónicas de Arlt en Río de Janeiro (editadas por Adriana Hidalgo en un coqueto libro de unas 200 páginas) son una degustación de su talento: escribe con soltura, tiene un ojo muy fino y pocos prejuicios, es divertido y le sobra personalidad. Es un desfachatado.

Leí sus aguafuertes mientras estaba en Río. Meterme en el libro era como viajar en el tiempo. En dos meses, Arlt recorrió casi toda la ciudad. Como le gustaba a él, se mezcló con la gente para retratar con más verdad al ser carioca. En 1929, Río de Janeiro era una ciudad igual de hermosa, pero con características que hoy parecen vencidas.

El Río de Arlt pasó a ser una ciudad-mito, un lugar alejado a tiempos demasiado románticos. Aunque mantenga la esencia (los colores, el calor, la playa, la gente), el Río de hoy parece otro.

Una ciudad con gente bien nacida

“Me desperté temprano y salí a la calle. Todos los comercios estaban cerrados. Y, de pronto, me detuve sorprendido. En casi la mayoría de las puertas se veía una botella de leche y un envoltorio de pan. Pasaban negros descalzos para ir a su trabajo; pasaba gente humilde…y yo miraba perplejo: en cada puerta un envoltorio de pan, una botella de leche…

Y nadie se alzaba con la botella de leche ni con el envoltorio de pan…

Aquí escasea la vigilancia. Usted toma un diario de la mañana o la tarde y minga de crónica policial. No hay ladrones”.

Nunca van a robar un libro

La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa. Recién lo había empezado, ni 50 páginas había leído. Hacía demasiado calor. No podía pasar más de quince o veinte minutos sin meterme al mar. La sombra de la reposera suavizaba sólo un poco la dureza de un sol sin piedad.

No tenía demasiada hambre, pero decidí ir al restaurante de un hotel que tenía mesas afuera, justo sobre el paseo de la playa, arriba del lugar en el que me había instalado. Dejé mi libro arriba de la reposera, algo tapado por el diario El Mundo, que casi no había leído. “Esto es lo único que puedo dejar acá y no lo va a tocar nadie. Un libro en español”, pensé.

Comí algo liviano y volví rápido a la playa. Desde arriba, cerca del pavimento, el calor era peor. En mi reposera había un vacío. Ni el libro, ni el diario. Le pregunté al hombre que me había alquilado la sombrilla. Estaba acostado mientras tomaba cerveza. “No vi nada, disculpas”, me dijo.

Los diarios y la televisión no paran de mencionar los episodios del último fin de semana, cuando bandas de 15 o 20 chicos de las favelas bajaron desde los morros hacia las playas para robar. Más que nada corridas y manotazos. Se llevaron celulares, carteras, bolsos. Como los ladrones son nenes, de menos de 15 años, el gran debate es sobre la posibilidad de bajar la edad de punibilidad.

En Río no se siente miedo, pero ya no es la época en la que el pan y la leche de las puertas de las casas no se tocaba.

De todo un poco

“Este país es una papa para vivir con moneda argentina. Los precios de cierta mercadería sorprenden. Por ejemplo, usted con un peso moneda nacional no hace ni medio en la urbe. Tranvía, según las distancias, 3, 6, 9 y 12 centavos. Con 12 centavos recorre diez kilómetros. Lustrarse los botines, 8 centavos. Refresco de caña, un jugo precioso y estomacal, vaso grande, 9 centavos. Una comida de tres platos, postre, que en Buenos Aires pagamos dos pesos; cincuenta centavos”. 

Explota el dólar

4,20 el dólar, el punto más alto de la historia. La tapa de El Mundo lo menciona como uno de los grandes impactos económicos de los últimos años. La imagen de Dilma Rousseff, la presidenta de Brasil, parece despedazada.

Los precios todavía no se actualizaron. Entonces, todo parece menos caro de lo habitual. Pero para Arlt todo resultaba mucho más barato. En el Río de hoy, no se puede salir de ningún restaurante con la idea de que la comida fue un regalo.

Hablemos de cultura

¿Qué importa que una persona sea atenta con usted, si cuando usted sale a la calle, el público destruye la impresión que el individuo le ha producido? En cambio, aquí, usted se encuentra cómodo. En la calle, en el café, en las oficinas, entre blancos, entre negros.

La gente es el alma de los lugares

El recepcionista del hotel, el vendedor de diarios, el que mezcla la cachaça con la lima y el hielo, el conductor de colectivos. En Río de Janeiro -¿en Brasil?- todos sonríen. Sí, la vida, así, es muy linda.

Y la vida nocturna, ¿dónde está?

“¿Dónde va usted a las tres de la mañana? ¡Qué bárbaro! ¿He dicho a las tres de la madrugada? ¿A dónde va, acá en Río, a las once de la noche? ¿A dónde? Explíqueme usted, por favor”.

Río no duerme

Sí, a la noche hay menos ruido y el tráfico descansa. Pero los bares y restaurantes están abiertos hasta bien tarde. Las playas abrazan a grupitos de adolescentes que se sientan en rondas y cantan y tocan la guitarra. En Ipanema y Copacabana, hay gente que corre sobre la bicisenda que bordea la playa hasta después de la medianoche, como si fuera esencial aprovechar todos los momentos del día. En Río de Janeiro no se duerme.

Aquí se labura

“Nosotros, habitantes de la ciudad más hermosa de América del Sur (Buenos Aires) creemos que los cariocas y, en general, los brasileños, son gente que se pasa con la panza al sol desde que “Febo asoma” hasta que se va a roncar. Y estamos equivocados de medio a medio. Aquí la gente labura y sin grupo”.

Con la playa todo es distinto

Las playas nunca están vacías. Los fines de semana explotan, sí, pero de lunes a viernes también se llenan de gente. Cada puesto tiene sus propias redes con canchas para jugar al vóley, al fútbol tenis, a la paleta, a lo que sea que se pueda hacer con una pelota.

La orilla de la playa de Copacabana parece un concurso de malabaristas. Mujeres, chicos, adultos, viejos. Se juntan en rondas con el único objetivo de pasarse la pelota entre sí para que se mantenga siempre en el aire. Rodilla, pecho, talón, taco, cabeza. Es un desfile de destreza y hábito.

Es demasiado difícil tener una medida sobre cuánto trabaja la gente en una ciudad. Sólo es posible agarrarse a algunos episodios que se repiten y parecen norma. En Río se trabaja pero también se disfruta. Se vive pendiente del físico, porque hace demasiado calor, porque la playa es la segunda casa y porque el cuerpo es la principal carta de juego para la seducción, que se percibe en cada esquina, en cada rincón. Cuando el sol se esconde atrás del morro, todos salen a correr, a andar en bicicleta o patines, a hacer abdominales, fuerzas de brazo y entrenar. Toman sol, tienen el cuerpo bronceado y fibroso. Destilan sexualidad.

Se trabaja, pero siempre bajo el guiño de la belleza y la naturaleza. Porque, para ir al centro, algunas líneas de colectivo empiezan su recorrido en la avenida que da a la playa. Entonces, el mar abraza, el viento empuja y la vista emociona. Y todo se hace un poco más suave.