Anna sabe que algo no funciona bien en ella. En la escuela se siente mal. No logra disfrutar de su extraordinario talento para dibujar, lo esconde. Tiene asma y le cuesta respirar. Ya no se acuerda la última vez que tuvo una sonrisa genuina. Cuando sus papás adoptivos le plantean la posibilidad de ir a las afueras de la ciudad a la casa de su tía, no lo duda. Tomar un poco de aire, cambiar la cabeza. Pero su nuevo lugar va a ser mucho más que el sitio para disfrutar de unas pequeñas vacaciones. Su viaje será una forma de descubrirse mucho más, como para recuperar parte de la sonrisa que perdió.
No hace falta estar demasiado entrenado para percibir que hay algo que falta. Ni siquiera es importante haber visto la filmografía de Studio Ghibli, la fábrica de cine de animación más grande de la historia, para entender que hay conectores que no se cruzan, que quedan algunos caminos enredados. When Marnie was there (2014), de Hiromasa Yonebayashi, el mismo director de Arriety, regala un panorama ambiguo: por sus carencias, da la posibilidad de entender un poco más por qué otras películas eran tan buenas, porque todo cerraba bien, era completo y justo. Por el otro lado, parece dividir a la producción de Ghibli entre lo que se hizo hasta ahora, de nivel brillante, y lo que vendrá. ¿Qué vendrá? ¿Vendrá algo? ¿Será mejor que esto?
El toque Ghibli está: la estética es alucinante. Los detalles en cada secuencia en la que Anna recorre su nueva casa y el pueblo son de alta calidad. La paleta de colores para mostrar la belleza de su nuevo lugar, también. La música acompaña los momentos de los personajes con maestría y lucidez. Pero hay algunas fallas en la historia que dejan un sabor agridulce.
La clave de la película (¿cuánta influencia habrá tenido Miyazaki? ¿Habrá tenido?) es Marnie, una joven rubia que Anna ve cada vez que visita una mansión sobre uno de los lagos del pueblo. La casa, misteriosa, cambia de estado para los ojos de Anna según el momento. A veces, luce abandonada. Otras, con su nueva amiga correteando y escapando de los sirvientes de sus papás, con luces en todos los ambientes y repletos de gente.
La relación entre las adolescente es confusa. ¿Son amigas? ¿Son familiares? ¿Ella es un fantasma? ¿Una visión? El relato se hace algo lento y el interés se pierde. ¿Hacia dónde va la historia? Anna, un personaje fantástico con demasiados temas de fondo sin resolver (hay una secuencia perfecta en la que ella pierde el control de la situación), ve en Marnie una compañía divertida, pero también una posible respuesta a todas sus insatisfacciones.
Las indefiniciones no corresponden al guión, basado en una novela británica de Joan G. Robinson, sino también a la obra en general: ¿es un drama? ¿Por qué por momentos se siente todo tan tenebroso? ¿Con esto se pretende asustar, bordear el género de terror?
La resolución de la relación entre Marnie y Anna es demasiado brusca. A la historia le faltan dos elementos fundamentales que Ghibli siempre tuvo como insignias: simpleza y claridad. Un flashback busca rastrillar en el pasado de Anna para dar a conocer de qué se trataron todos los minutos anteriores. Pero nada termina de ser muy convincente. Se mezclan varios temas. Anna se entera, por ejemplo, de un detalle sobre sus padres que la hace sentir peor. Por otro lado, descubre su pasado, una especie de cerradura que podría entenderse como la llave para que vuelva esa sonrisa.
Pese a que hay condimentos que podrían haber resultado, se percibe una falla. Parece un quiebre. Es fácil de percibir por qué lo otro era tan bueno, por qué se sentía tan perfecto. Las historias son la esencia de cualquier película, pero mucho más en el estilo Ghibli. Es sencillo determinar cuando algo tan bien hecho en lo estético no llega al punto justo, cuando simplemente no se alcanza a la magia.