Conocer la intimidad del genio torturado

“Antes uno podía pensar que hacía películas que valían la pena, ¿pero ahora? La mayor parte de nuestro mundo es basura”

No tiene pretensiones de esconder el llanto. Está sentado en el medio de dos de sus más grandes amigos y compañeros de trabajo. Pero no se asusta ni tiene vergüenza. Son lágrimas silenciosas que descienden sin prisa, porque él no tiene apuro en secarlas. Recién termina de ver El viento se levanta. Llora. Toshio Suzuki, su productor de toda la vida, y Joe Hisaishi, el maestro que imaginó la música de cada una de las imágenes que creó, ni siquiera lo miran. Saben, lo sienten en el corazón, que es un momento especial: es la primera vez que Hayao Miyazaki llora por una de sus películas, justo la última.

Es una de las secuencias más fuertes del extraordinario documental The Kingdom of Dreams and Madness, de la directora japonesa Mami Sunada. Al fin, Hayao Miyazaki, el hombre que cambió la historia del cine de animación para siempre, abre las puertas de Ghibli, estudio que creó en 1985 y que todavía da aire, como un inmenso bosque en una ciudad contaminada. En el relato se lo muestra durante el proceso de creación de El viento se levanta (2013), no la mejor pero sí una de sus obras más autobiográficas, su último mensaje directo, su testamento.

“Ni siquiera soy feliz en el día a día. ¿Cómo podría ser mi objetivo final terminar esta película? Hacer películas sólo trae sufrimiento”. En los films de Ghibli se percibe un fuerte descontento con el mundo, se intuye una crítica enorme a las maneras que tienen las sociedades. Pero la sensibilidad que tiene Miyazaki es mucho más perceptible. Es un hombre torturado, que sufre su existencia.

Hayao Miyazaki cambió la historia del cine. Su influencia abarca a todos, su maestría recorre las principales escuelas, su magia se dispersó principalmente en el público japonés, pero también en el resto del mundo. Es un hombre trascendente que creó películas trascendentes (Ponyo, El viaje de Chihiro, Mi vecino Totoro, Porco Rosso y tantas más). The Kingdom of Dreams and Madness (El reino de los sueños y la locura) sólo tiene sentido para alguien que haya visto algunas de sus películas. Sólo entonces se podrá entender un poco más la intimidad de este genio sin paz.

Trabaja de lunes a sábado, de 11 a 21. Cuando llega a su casa, todavía piensa en sus tareas y lo que le quedó pendiente. Es uno de esos genios que sólo vive para desarrollar su oficio (¿se puede ser un genio sin esa obsesión encima?). Los domingos descansa a medias: va a un río cercano a su casa y limpia la basura. Miyazaki es demasiado íntegro y coherente con su obra. Sus películas más ecologistas (Nausicaä del valle del viento, La princesa Mononoke) son sólo un fragmento de sus pensamientos reales. Entre quejas, broncas y tristezas, admite cuánto lo afectó Fukushima y advierte que lo peor puede estar por llegar.

Su escritorio está a la vista de todos, pretende ser uno más adentro de Ghibli, un equipo de los sueños de animadores, productores, guionistas, músicos. De gente que sabe contar historias. Pero todos saben que él es el distinto. Él también lo sabe. Por eso da largas lecciones de cómo es la gestual perfecta de saludo japonés, en un evidente tono de extremo nacionalismo. O indica a todos que a una hora determinada de la tarde es el momento de hacer movimientos de ejercicio y elongación.

Es caprichoso, cerrado y brutalmente obstinado. No pretende simular nada: “Soy un hombre del siglo XX, no quiero lidiar con el XXI”. En ese contexto, larga una dura crítica a los otakus, gente -en general, adolescentes- obsesionados con un tema, especialmente el animé y manga.

Como algunos de sus personajes, vive en un permanente estado de infelicidad. Tiene, como todos, heridas que le quedaron abiertas. Pero también una sensibilidad mucho más desarrollada. Camina por la oficina de Ghibli como si estuviera apurado. Saluda a un gato blanco con un lunar negro en la frente que parece sacado de una de sus películas. Fuma. Sale a la terraza. Mira al horizonte. Le preguntan por el destino del estudio, después de que corriera el rumor de que iba a cerrar por problemas económicos. “El futuro es claro: se va a desmoronar. Ya lo puedo ver. ¿Qué sentido tiene preocuparse? Es inevitable”, dice.

El documental está bien filmado y toca muchas facetas. Podría interesar a cualquier fanático de Ghibli, pero también a quien estuviera interesado en el desarrollo y proceso de creación de una película de animación. El relato no termina de tener un foco específico. Aunque la historia se centra en Miyazaki, en algunas secuencias aparece sólo Toshio Susuki, cómo tiene que luchar para mantener a flote la situación, y hasta Goro, el hijo de Hayao, en una escena fuerte y extremadamente frustrante para él. También se menciona a Isao Takahata, el otro genio de Ghibli, director de la brutal La tumba de las luciérnagas y la magnífica El cuento de la princesa Kaguya. Se trata del álter ego de Miyazaki. Aunque no se profundiza, sí se exhibe parte de esta extraordinaria relación de amor-odio.

Miyazaki vuelve a ver El viento se levanta, esta vez con parte de su equipo de trabajo. Y vuelve a llorar. Queda expuesto. Después de casi cinco años de trabajo, ya no le queda más para hacer. Ya no le queda nada, en realidad.

“La noción de que el objetivo de la vida es ser feliz, que la propia felicidad es el objetivo, yo no compro eso”.

(#) La película está subida a Netflix de Estados Unidos. Acá, cómo hacer para acceder