En el 2014 circuló un fuerte rumor de que Studio Ghibli cerraría sus puertas. Viejo, Hayao Miyazaki, fundador y líder de la empresa de animación, no parece tener tantas fuerzas. Los tiempos cambiaron en todos los sentidos: la sociedad japonesa ya no es la misma. Los gustos se modificaron, los valores también. Las películas que lanza no son tan populares como en otras épocas.
¿Cuál es la reacción de Ghibli ante esta situación? Intensificar el proceso, hacer mucho más hondo su paso. Dejar una huella imborrable. Darle la espalda a los números y abrazar la calidad y las tradiciones. Cerrarle la puerta a las especulaciones. En 2014, Miyazaki presentó su película, la entrañable El viento se levanta. Poco después fue el turno de Isao Takahata, el otro gran símbolo de Ghibli, creador de joyas inolvidables como La tumba de las luciérnagas (en el top 10 de los films bélicos de la historia), Pompoko (fantasía e imaginación plena) o Mis vecinos los Yamada (Japón y sus costumbres).
Con El cuento de la princesa Kaguya, supuestamente su última obra, Takahata, de 80 años, se termina de consagrar entre los grandes e instala un panorama obvio: la magia de Ghibli resulta tan inagotable y especial que duele. Y que las llamas del infierno ardan sobre nosotros si no somos capaces de sostener algo tan bueno como lo que hicieron estos hombres.
Kaguya es una de las tantas leyendas japonesas en las que se pretende transmitir de generación a generación algún tipo de enseñanza. Cuenta la historia de una princesa que nace de una rama de bambú y es adoptada por una pareja que, a su edad, ya no podía tener hijos. Ella crecerá como lo que es, una descendiente de la Luna, y tendrá influencia en cada una de las personas que tenga a su alrededor.
Takahata, mucho más acercado al realismo que Miyazaki, tardó siete años en hacer esta película: tiene lógica. Cada plano del film está hecho a mano a través de miles de fotogramas. El estilo de dibujo es muy parecido a Mis vecinos los Yamada. Pero esta nueva prueba tiene una evolución muy marcada. El cuento de la princesa Kaguya destila calidad, hay magia en cada una de las secuencias. Es sencillo hipnotizarse con los colores, las formas, la estética. Aunque se trata básicamente de pinturas de acuarela al estilo antiguo en movimiento, todo se percibe extraordinariamente verosímil. Impresiona. Queda claro: por su tiempo para contar el relato, no pretende ser una historia popular ni fácil. Hay que tener paciencia, saber disfrutarla.
El director se remite a buena parte de los códigos aristócratas del Japón feudal casi como si fuera un tributo a dos grandes del cine de su país: Kenji Mizoguchi y Akira Kurosawa. Kaguya es un canto a la libertad: es una princesa que no quiere estar atada al destino que muchos le proyectan. Sus formas de revolucionarse ante tanta opresión son fascinantes. Por momentos, transmiten verdadera tristeza. ¿Qué lugar ocupa la secuencia en la que Kaguya corre y escapa en la historia del cine de animación? Tiene que estar entre las mejores.
Sobre la segunda parte, cuando Kaguya está recluida en su palacio y una serie de pretendientes quieren conquistarla, la película pierde un poco de fuerza y el relato se hace algo predecible. Pero, sobre el final, vuelve la potencia. Los últimos minutos son devastadores (mucho más si no se conoce el mito), acompañados por la música perfecta (Joe Hisaishi, el tercer gran maestro de Ghibli) y el ritmo finamente desarrollado.
Por último: El cuento de la princesa Kaguya está nominada a mejor película de animación en los Oscar 2014. Parece un reconocimiento válido de la Academia ante un creador grandioso. Es muy posible que no gane. ¿A quién le importa? No hay que más que disfrutar. Aunque muchos ya lo hicieron (John Lasseter, el hombre más fuerte de Pixar, es uno de los grandes admiradores), no es preciso que el mundo se rinda a los pies de Ghibli. Porque Ghibli le da la espalda a todos mientras la fábrica de magia no se agote.