El cuento de Lisandro Alonso

Un personaje que casi no habla ni interactúa con nadie. Una cámara que no lo muestra de cerca, tampoco de lejos. Se queda a unos metros, estática. Un episodio que, si se uniera a otros episodios, podría formar una historia pero, en realidad, no es más que eso: un episodio. Planos largos, molestos y sin demasiado sentido. Preguntas sin respuestas. Escenas largas en las que resulta imposible encontrar una explicación.

Estimado lector: usted ya no necesita ver una película de Lisandro Alonso. Todo su cine está justamente resumido en este primer párrafo.

En Jauja, su último film, Alonso termina de confirmar que está lejos de ser un revolucionario, como a muchos les fascina sentenciar. Este director no es más que un conservador.

La película, protagonizada por Viggo Mortensen, tiene varios problemas. El primero: la falta de coherencia. Algunos pensarán que contar una historia confusa y difícil de encontrarle el sentido es una especie de hazaña. Pero, en realidad, no es mucho más que una estafa.

Muchos creerán que la extensión en la duración de cada uno de los planos es una forma de hacer arte, pero no se trata más que de un capricho. Jauja es un símbolo del cine de Alonso. No sólo porque no sabe qué contar y carece de ideas y pensamientos, sino también por el capricho que representan cada uno de los planos. ¿Por qué la cámara se detiene tanto tiempo en uno de los soldados si no hace más que mirar hacia el horizonte? ¿Por qué enfocar indefinidamente a una planta?

Quizás todo tendría sentido si Alonso fuera un buen director. Porque, entonces, no haría más falta que hipnotizarse con las imágenes y dejarse llevar. Es probable que para muchos lo sea. La única certeza es que no hay planos de su filmografía que enamoren. Es posible que la razón esté en sus formas: su cámara nunca se compromete ni se ensucia como sus personajes. Tampoco se mueve. Se mantiene alejada, neutral y distante. Es conservador, no arriesga.

En Jauja, todo se trata de presumir. Se presume con la decisión de filmar en 4:3. Esto es: una pequeña ventana cuadrada dentro de una enorme pantalla de cine. ¿Por qué? Si la historia transcurre en el sur de la Argentina, donde los campos se lucen por la extensión y el pasto parece interminable, ¿para qué achicar el formato de la pantalla? ¿Simplemente para elegir una forma que nadie prefiere?

Alonso consigue su diplomado en conservadurismo en una secuencia clave de Jauja. Gunnar Dinesen forma parte de algún tipo de expedición de la Campaña del desierto. Es un danés que parece estar en busca de una tierra que le provea fortunas en un lugar despoblado. Pero su hija, Ingeborg, no está interesada en nada de eso. Es adolescente y linda. Ingeborg quiere tener sexo. Escapar con un soldado morocho y no demasiado brillante. Entonces, huye. Y tiene sexo con el soldado morocho. Pero la cámara decide no mostrar el momento en el que la rubia linda y el morocho feo se juntan. Pero, ¿cómo? Si la historia se toma el tiempo de mostrar cada uno de los elementos de la historia con un detalle abusivo, ¿cómo no mostrar la forma en la que tienen sexo una danesa de 15 años con un soldado de 18 en el medio del desierto del sur de Argentina? Lo que se filma es una planta, que intenta representar el momento de unión entre ambos.

¿Por qué no enseñar esto y sí cómo un hombre despelleja a un cerdo en Los muertos? ¿Por qué el último plano de esta película dura varios minutos y no remite más que a un muñeco en el piso? ¿Por qué exhibir una y otra vez a un joven que prende un fuego, mea o caga en La libertad? ¿Por qué se ve a un hombre que duerme, duerme y duerme en Liverpool? ¿Por qué toda esa información es importante y no la forma  en la que la bella Ingeborg tiene sexo?

Jauja es tan inexpresiva e inconsistente que en buena parte de las casi dos horas de película aburre. Viggo Mortensen no sale herido, pero las actuaciones son malas. Completamente exageradas y absurdas.

Parece muy obvio que en cada secuencia Alonso pretende ser distinto. Pero no lo consigue. En Jauja, es fácil encontrar aires similares con otros directores. Tarkovsky, sin dudas. Bergman, también. Y es imposible no pensar en Lucrecia Martel mientras se aprecian esos largos y distantes planos al desierto. Resulta que su cine es muy diferente al de Alonso: rebalsa vida y honestidad. Tiene encanto para filmar y es arriesgado. Lo tiene todo.

Es posible que nadie sepa quién lo empezó, aunque sí es fácil detectar de dónde se escribieron los primeros capítulos del cuento de Lisandro Alonso: Cannes. Desde su primera película (Libertad, 2004), los films del director argentino tuvieron lugar en el festival más prestigioso del mundo. Siempre tuvieron buena repercusión. A partir de ahí, fue como una ola. Los críticos de acá repitieron lo que decían los de allá. El cuento de este joven director de 40 años empezó hace bastante. Y parece que todavía tiene varias páginas más por escribir.